“Un día vino mi padre a casa y me preguntó: ¿has visto a tu mamá?”. Marta Mendoza, michoacana de 47 años, no había vuelto a casa el día anterior. La buscaron por todo el municipio de Reseda, al norte de Los Ángeles, con la foto en la mano, preguntando a los vecinos. Dieron aviso a la policía, pero no había nadie con ese nombre en los archivos. Pusieron carteles con la foto y la palabra missing. Hasta que unos empleados de una farmacia la reconocieron dos días después. Aquella era la mujer a la que habían parado al creer que intentaba robar algo de la tienda. Se la había llevado la policía. En el salón de su modesto piso de Reseda, su hija Patricia se acordaba perfectamente el jueves pasado de la fecha. El 22 de julio de 2013, Marta Mendoza llamó por teléfono desde Tijuana a su casa: “Me han deportado, estoy en México”. Lo recuerda como uno de los días más angustiosos de su vida. En Tijuana les costó un día entero encontrarla, dando vueltas por la ciudad con un taxi y enseñando su foto por los hoteles.
La de Marta Mendoza era una historia habitual en Estados Unidos hasta que dejó de serlo. Llegó a California hace 30 años, se quedó en el país ilegalmente y crio una familia de seis hijos limpiando casas. Un solo encuentro con la policía y esa vida queda reducida a cenizas. Pero su caso forma parte de una demanda judicial que ha abierto una puerta sin precedentes para el retorno de un número aún indeterminado de personas que firmaron voluntariamente su deportación. En 2013, Estados Unidos deportó a 133.000 personas como ella detenidas dentro de su territorio (la cifra total es de 368.000, contando los deportados en la frontera).
El día antes de la deportación, Patricia Armenta pudo ver a su madre en un hospital de Lynwood, California, donde la habían llevado por sus problemas de salud. Sufre hipertiroidismo y está diagnosticada como depresiva. Allí la encontraron muy desmejorada. Sus hijas le pidieron que no firmara nada. Ella dijo a los agentes que tenía hijos ciudadanos americanos. “Aun así la hicieron firmar”, dice Patricia. Al día siguiente la deportaron. El abogado de la familia les dijo que ya nada se podía hacer. Hasta que conocieron a Sean Riordan, abogado de ACLU, que los metió en su demanda colectiva. “Él es mi ángel”, dice Patricia.El caso se inició en junio de 2013. La organización Unión Americana por las Libertades Civiles (ACLU, en sus siglas en inglés), presentó una demanda contra el Departamento de Seguridad Nacional, del que depende la policía de fronteras, en la que argumentaba que en los centros de detención de este cuerpo se presiona y engaña a los detenidos para que firmen su deportación voluntaria. Los agentes, según los demandantes, hacen creer a los inmigrantes que no tienen otra opción, o que al firmar podrán regresar más fácilmente. No es así. Son deportados inmediatamente y no pueden volver a entrar en EE UU en una década.
Riordan explica por teléfono desde San Diego que todos los demandantes tenían al menos una razón para no firmar y pelear su deportación en un juzgado de EE UU. Podían haber pedido la residencia por tener un familiar estadounidense, o una moratoria basada en el daño que su deportación puede causar a la familia. Nada está garantizado, pero al menos se habrían defendido en un juicio.
La demanda se resolvió el pasado 18 de julio, cuando un juez aceptó un acuerdo entre las partes en el que la policía de fronteras, aunque no reconoce haber hecho nada mal, acepta cambiar sus procedimientos. El acuerdo establece un protocolo de la información que se le debe dar a un detenido antes de ofrecerle firmar su deportación voluntaria. Además, los demandantes podrán vigilar que se cumpla. “Es muy importante que el Gobierno haya admitido esto”, dice Riordan. “Esperamos que el sistema funcione lo mejor posible y que la gente pueda tener toda la información antes de tomar esta difícil decisión”. En un comunicado, el cuerpo de fronteras dice que en ningún caso “tolera la coerción o el engaño”.
La sentencia supone un importante cambio para los protocolos de deportación. Pero las organizaciones de defensa de los inmigrantes ven además un precedente trascendental ya que el juez debe aún decidir a cuánta gente afecta. Se trata de una demanda colectiva a la que, si el juez así lo decide, podría sumarse cualquiera que crea haber sido deportado en las mismas circunstancias. Según los demandantes, se trata de cientos o miles de personas deportadas entre 2009 y 2013. Según fuentes legales de la policía de fronteras, en ese periodo firmaron su deportación voluntaria unas 30.000 personas, pero solo una pequeña parte de ellas entran en los supuestos de la demanda colectiva. La decisión se conocerá en febrero.Los nueve demandantes volvieron a EE UU en los días siguientes. Ahora podrán defender sus casos ante un juez de inmigración. Patricia recuerda el día de la semana pasada que vio a su madre salir libre de la garita de la frontera: “Fue tan emocionante como tener a mi hija de nuevo”.
Abogados especializados en inmigración analizan la sentencia para saber qué clase de precedente es este. Uno que abra la puerta a decenas de miles de inmigrantes o uno muy particular, para casos raros. Teresa Borden, experta legal de Carecen, una ONG de Los Ángeles que ayuda a centroamericanos y que no tiene relación con la demanda, está convencida de que será lo primero. La enorme disparidad en las interpretaciones exige prudencia hasta que el juez lo ponga en negro sobre blanco. Pero el hecho es que Marta Mendoza, a la que su abogado le dijo que no se podía hacer nada, después de un año viviendo con un familiar en Tijuana, está de vuelta en su casa de California retomando su vida. Esa es una imagen que hace soñar a decenas de miles.EL PAIS