El resultado de las primarias en Venezuela fue una sorpresa por la impresionante participación, léase el número inesperado de gente que perdió el miedo a asociarse abiertamente con la oposición, pero no por el nombre del ganador, pues Henrique Capriles llevaba tiempo liderando las encuestas. Que más de tres millones de votantes, un 16% del censo electoral, se volcaran a las urnas para unos comicios "internos" da una idea del ansia de cambio que existe: en Estados Unidos y Europa, la participación en comicios internos no supera el 8 ó 10 por ciento del total de votantes habilitados normalmente.
De esos tres millones y pico de sufragantes, más del 62 % optó por un joven de 39 años que ha recibido un claro mandato de la calle. No cabe duda de que los simpatizantes de la Mesa de la Unidad Democrática, la sombrilla bajo la cual se cobija la oposición venezolana, ven a Capriles como el que mejores posibilidades tiene de lograr la hazaña de desalojar a Hugo Chávez del poder en las elecciones presidenciales del 7 de octubre. No es necesariamente el que preferirían en circunstancias normales, sino el que, según ellos, más probabilidades de sobrevivir a la maquinaria chavista tiene.
Su edad es corta, pero no sus credenciales políticas. Llegó a las 25 años al Congreso, al mismo tiempo que Chávez asumió el poder y de inmediato fue elegido presidente de la Cámara de Diputados. Pero Chávez le truncó el mandato cuando disolvió esa institución y la reemplazó por una nueva Asamblea Nacional, el año 2000. Capriles entendió lo que se venía y se abocó, con otros jóvenes de su generación, en especial Julio Borges, a desarrollar un partido nuevo, Primero Justicia, que parecía una simpática quijotada en una Venezuela que el nuevo gobernante ya empezaba a modelar a su imagen y semejanza, mediante una campaña de populismo autoritario permanente. El Palacio de Miraflores ni siquiera lo tenía en el radar cuando Capriles salió electo alcalde de Baruta, un municipio de Caracas que se convertiría poco tiempo después en epicentro de acontecimientos políticos de insospechada proyección.
En 2002, cuando se produce el intento de derrocamiento de Chávez y éste es obligado a dejar el poder por dos días antes de su regreso triunfal, frente a la embajada de Cuba ocurrieron unos hechos confusos. Empezaron con una manifestación opositora que reclamaba la salida de Diosdado Cabello, entonces vicepresidente, a quien se creía escondido allí. En su condición de alcalde del municipio donde se ubicaba la embajada, Capriles ingresó al local. Su versión es que lo hizo para evitar que los opositores violentaran la embajada. La versión del embajador de Cuba y del gobierno de Chávez es que lo hizo para buscar a Cabello, por tanto, en complicidad con los violentos.
En un viaje a Caracas dos años después, me tocó estar cerca de la sucesión de hechos que ese episodio desencadenó, pues Capriles había sido enjuiciado y el chavismo acababa de apresarlo. Lo habían encerrado en la sede de la Disip, la policía política, donde yo intenté ingresar a verlo junto con su familia. A pesar de que pasamos parte de un día forcejeando con quienes lo tenían preso y no daban información ni derecho de visita a sus familiares desde hacía bastante tiempo, fue imposible franquear la guardia. Lo que recuerdo con más nitidez es que todos, incluidos algunos chavistas que merodeaban por el lugar, decían que Capriles tenía valor, a diferencia de otros que habían huido al volver Chávez y que llegaría lejos algún día.
La persecución política, en todo caso, estaba en el AND del joven político. Es descendiente, por parte de madre, de una familia de polacos judíos que huyeron de los nazis, y por parte de padre, de sefarditas de Curacao. Ambas familias tienen una trayectoria empresarial y los negocios abarcan desde industrias y medios de comunicación, hasta servicios y el sector inmobiliario. Con frecuencia, Henrique Capriles repite que su abuela, Lili Bochenek de Radonski, es la persona a la que más ha admirado y con la que tuvo "una amistad más estrecha hasta su fallecimiento". Ella pasó poco menos de dos años en un sótano del gueto de Varsovia para no ser asesinada, la suerte que corrieron en cambio sus padres en el campo de concentración de Treblinka, Polonia. En 1947, Lili y su esposo llegaron a Venezuela, donde él abrió una sala de cine en el oriente del país, que luego se volvería una cadena nacional. Henrique, nieto de esos inmigrantes, es católico pero su ascendencia judía marcó toda su crianza.
La cárcel, pues, no era ajena a la experiencia familiar y Capriles debió pensar en sus padres, abuelos y bisabuelos para sacar fuerzas de flaqueza estando encarcelado por "quebrantamiento de los principios internacionales", "violencia privada" y "violación de domicilio por parte de funcionarios públicos". En cualquier caso, tenían razón los que entonces decían que llegaría lejos. "No huyó", ha dicho su compañero de partido Julio Borges, "dio la cara y enfrentó en un momento dado una cárcel sin límite de duración conocida, y eso lo mostró ante el país como un líder".
Capriles salió de la cárcel a continuar su labor en Baruta (le reabrieron el juicio en 2008). Una labor que no permite precisamente presentarlo, como ha querido hacerlo la propaganda oficial, como un candidato de la derecha. Su gestión tuvo un marcado tono social: construyó escuelas y ambulatorios, hizo del contacto permanente con la población un hábito (llevaba una grabadora en que registraba todo lo que iba viendo, para mantener el contacto con los problemas) y emprendió obras de vialidad, todo ello, con un despliegue de energía casi enfermizo. Eso, su juventud y su encarcelamiento le dieron en 2008 el perfil para lograr otra victoria importante: la que lo hizo gobernador del estado Miranda, el segundo del país y que abarca parte de Caracas. Su rival era nada menos que Diosdado Cabello, hombre clave del chavismo que ya ocupaba esa plaza. Este movilizó un aparato de poder intimidatorio, pero fue derrotado por el joven de Primero Justicia.
Cualquiera que haya seguido la campaña de Capriles de cara a las primarias habrá notado dos cosas: el extremo cuidado con que se refiere a Chávez en persona (en realidad, elude hacerlo casi siempre: se centra en "el gobierno", aunque sin ataques frontales) y el énfasis que pone en la superación de la polarización política, que tiene partida en dos a su patria desde 1998. Su constante llamado a "la unidad", a "pensar en el futuro y no en el pasado", "a construir una Venezuela optimista" y a seguir ejemplos como el de Lula da Silva, son parte de una estrategia, pero también de una inclinación de centroizquierda que estuvo siempre en su discurso y en su gestión. Es muy probable que esto, además de los antecedentes mencionados, haya pesado decisivamente en el ánimo de sus electores en las primarias el pasado domingo.
Las encuestas indican, según Datanálisis, que un 25 por ciento de los venezolanos se declara chavistas "duros", mientras que un porcentaje idéntico se define de oposición. En cambio, hasta un 45 por ciento pertenece a lo que ha dado en llamarse en Venezuela el segmento de los "ni nis", es decir, de aquellos que no están con ninguno. También hay otra constante en los sondeos: la desconfianza de los partidos antiguos (de allí la desventaja de quien quedó segundo en las primarias, Pablo Pérez, apoyado por los "adecos", el tradicional partido Acción Nacional). Por lo demás, la aprobación del gobierno ronda el 50 por ciento, lo que indica que los programas sociales que forman parte del esquema populista y la combustible retórica clasista han logrado preservar para el gobierno un colchón de popularidad relativamente grueso. Es todo esto lo que mueve a Capriles a sacar la conclusión de que será imposible derrotar a Chávez si sigue el libreto de quienes, como Manuel Rosales en 2006, se opusieron al gobernante frontalmente y fueron barridos en los comicios presidenciales.
Independientemente de factores como el abuso del poder, la utilización del Estado, la limitación de las libertades públicas, el clientelismo, la intimidación de los electores y la persecución política contra adversarios, que sin duda han influido en todas las consultas y elecciones que han tenido lugar desde 1998, el régimen tiene una base real de sustento que Capriles no quiere perder de vista. Por ello evita ser "anti Chávez" y posicionarse como aquel que les dé a los venezolanos, en un ambiente menos polarizado y mucho más amable, el tipo de protección gubernamental que ahora les ofrece el populismo. Consciente de ello, Chávez lo acusó, nada más saber los resultados, de tratar de ser un "chavito" para ganar votos.
Otra razón que lo mueve a evitar la polarización es que él tiene un origen en el estrato más acomodado y por tanto, podría ser fácilmente encasillado por la propaganda clasista del gobierno. Toda su trayectoria ha buscado cuidadosamente difuminar en la mente de sus electores su condición social. Hasta ahora lo ha logrado, pero nunca tuvo un escenario como el que tendrá en la campaña de ahora a octubre, pues el gobierno entiende que si no acaba con él, Capriles acabará con el gobierno.
Su fuerte apuesta social en Baruta, y desde 2008 en el estado de Miranda, permite perfilarlo como alguien que pretende mantener parte del esquema social de Chávez dentro de un orden fiscal y un estado de derecho. Al mismo tiempo, las credenciales de firmeza que le otorga su gestión en Baruta, donde redujo el crimen en un 80 por ciento, le sirven para ofrecer a los venezolanos algo que les urge: seguridad. En esta materia, tanto chavistas como antichavistas coinciden: el país vive una zozobra perpetua por la criminalidad que ha hecho de Venezuela el país más violento de América. Capriles entiende que es una de las pocas cosas sobre las que hay consenso y que dirigiendo sus baterías políticas hacia la explotación de ese consenso puede lograr lo que sabe que le resulta indispensable: superar la barrera electoral del antichavismo, que es un segmento muy nutrido, pero no bastante para ganar una elección, y ciertamente, no con el porcentaje indispensable para superar las trampas y tretas del poder.
Un desafío complejo que afronta Capriles es el de compaginar la unidad opositora que se ha forjado en torno a su candidatura y que necesita para ganar (como lo demuestra el desastre que provocó la desunión en el pasado), con el acercamiento al pueblo simpatizante de Chávez o por lo menos, no ideológicamente enfrentado a él. Es obvio que la base popular opositora no quiere un candidato polarizante por razones tácticas. Si lo quisiera, hubiera elegido a María Corina Machado, que se enfrentó muy notoriamente a Chávez. Pero también es cierto que esa oposición, después de 13 años de degeneración de la democracia y de destrucción del aparato productivo, ansía angustiosamente acabar con la era Chávez y refundar las instituciones y la economía del país, lo que implica naturalmente un ruptura. Esta aparente contradicción es la que habrá de resolver Capriles para ganar con los votos del antichavismo y del chavismo light. En el supuesto, claro, de que sea materialmente posible ganar.
Un último factor a tener en cuenta, por cierto, es la salud de Chávez, sobre la que circulan constantes rumores en Venezuela y en el exterior, pero sobre la que nadie, fuera de él, su familia y la cúpula cubana, sabe toda la verdad. Capriles debe actuar a partir de la hipótesis de que Chávez tiene físico suficiente para llegar al 7 de octubre entero, sin perder de vista, en algún lado de la conciencia, la posibilidad de tener que enfrentarse a un sustituto. Un escenario que, según el 62% de encuestados en sondeos recientes, condenaría al gobierno a la derrota segura.