Cuando el hombre apareció sobre la faz de la tierra debió aprender todo
lo necesario para sobrevivir: cazar, construir una vivienda,
pelear, esconderse.
Los milenos agruparon luego la totalidad los conocimientos bajo la
palabra filosofía, y más tarde el enciclopedismo impulsó a la gente a
conocer su entorno por completo: desde el nombre de las aves hasta el contenido
de los libros.
Pero la Revolución Industrial nos fue convirtiendo poco a poco en seres súper
especialistas. Por eso hoy en día un abogado no sabe nada de matemáticas, ni un
ingeniero de poesía, ni un odontólogo de agricultura. Se acabó la era
del hombre total
Ahora hay movedores de palancas o apretadores de botones, pero muy pocos
hacen ambas cosas. Cada vez hay profesiones más específicas: expertos en esto,
especialistas en aquello.
En todo caso, aparte de una ignorancia espléndida y de la imposibilidad de
participar honorablemente en «Quién quiere ser millonario», podría decirse que
los tiempos cambiaron y que ahora las cosas son así y punto,
«porque si cada quien se ocupa de sus propios problemas se soluciona el problema
de todos». Sin embargo…
Ese legado de la Revolución Industrial convierte al hombre en el segmento de
un engranaje para la producción, en una tuerca, llave inglesa,
alicate, tornillo o destornillador. Entonces el ser humano pierde su esencia: se
vuelve parte de una cosa que llaman sistema y se olvida de su propia identidad,
de su individualidad indestructible, de su personalidad.
Tal vez
Aldous
Huxley pensó en algo parecido cuando escribió «Un mundo feliz», el libro
maravilloso que quiero recomendar.
La idea ya se le había ocurrido a Miguel de Unamuno y hasta Henry Ford hizo
una autocrítica del tema en sus memorias. Pero a diferencia de ellos, y de
muchos otros, Huxley imaginó que un mundo súper industrializado podría
proporcionar felicidad a todos sus habitantes a cambio de sus
identidades.
En 1932 Aldous Huxley publicó «Un mundo Feliz»: novela en la que describió
una supuesta sociedad futurista donde todo funciona absolutamente bien.
No hay guerras. Nadie se queja. Todos son felices. El gobierno
mundial tiene como meta garantizar la felicidad a cada persona.
El detalle es que tal vez las personas de ese supuesto futuro no sean tan
personas. La familia, la diversidad cultural, el arte, la ciencia, la
literatura, la religión y la filosofía tuvieron que ser
eliminadas para que ese gobierno perfecto pudiera existir.
En el libro de Huxley, los niños son fecundados artificialmente:
enormes laboratorios de diseño genético elaboran embriones de
futuros ingenieros, bomberos, policías, y los clasifican según la función que
cumplirán en esa sociedad perfecta, dándoles las características físicas e
intelectuales específicas que necesitarán para su profesión: no más, ni
menos.
En «Un mundo feliz», nadie tiene mamá. En realidad, la
palabra es tomada como una grosería atroz.
En «Un mundo feliz», nadie se pone viejo. Todos los hombres
son esbeltos y todas las mujeres están buenísimas hasta los 60 años, edad en la
que debes morirte para dar paso al futuro, pero no te preocupes: después de
muerto podrás seguir ayudando al progreso con el combustible que sacarán de tu
cadáver.
En «Un mundo feliz», todos están felices todo el tiempo. Es
que les dan una droga maravillosa llamada Soma, una pastilla de la felicidad,
algo así como el Ritalín o el Prozac que tanto consumen los
habitantes del primer mundo en la vida real.
En «Un mundo feliz», las películas no tienen una trama profunda. La
gente va al cine y se sienta a sentir -con sensores especiales
adaptados a las butacas- cómo los protagonistas se besan o tienen sexo.
El sexo, ah, el sexo. En «Un mundo feliz», los niños tienen sexo desde
chiquitos para que se vayan adaptando al placer que los acompañará toda su vida.
Porque los senos ya no son glándulas mamarias ni las mujeres
paren: en «Un mundo Feliz» las cosas se parecen bastante a los
realities de la TV.
Nadie se queja porque todos son felices. El gobierno funciona. Todos están
drogados de alegría y energía para trabajar.
El problema surge cuando aparece cierto personaje que por
azares del destino, leyó a Shakespeare.
Néstor Luis González