El mundo conmemorará este sábado un aniversario más del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, Japón, pero nadie, acaso unos pocos, recordarán a Claude Eatherly, el piloto que escogió el blanco y, sintiéndose culpable del genocidio que allí se cometió, trató de expiar lo que creyó era su culpa, enviando cartas y dinero a familiares de las víctimas y atracando tiendas sin llevarse el dinero del asalto, en una extraña y original protesta contra el uso del arma nuclear.
La actitud de aquel hombre que denunciaba al mundo el crimen de lesa humanidad perpetrado, primero en Hiroshima y luego en Nagasaki, molestó a los jerarcas del gobierno yanqui, quienes vieron en él una amenaza a la imagen de libertadores adquirida como vencedores en la II Guerra Mundial y un obstáculo para sus planes de conquista del planeta, convencidos como estaban de que, con arma como esa, nadie podría detenerlos y mucho menos vencerlos.
Fue por ello que, aprovechándose del sentimiento de culpabilidad del piloto, el sistema que rige el destino del imperio lo encerró durante 30 años en un manicomio para impedir que desenmascara y denunciara las verdaderas causas de ese crimen que permanece impune y sólo se recuerda con luctuosas ceremonias en memoria de las víctimas y llamados a una paz mundial, que nunca llega, porque Estados Unidos (EEUU) sigue desatando guerras.
La tragedia de Claude Eatherly comenzó a partir de aquel 6 de agosto de 1945, atormentado día y noche por los fantasmas de los miles que murieron en Hiroshima calcinados por la enorme ola de fuego generada por la explosión que, por mucho que haya sido narrada por los sobrevivientes, jamás podrá explicar el sufrimiento de aquellas criaturas que se arrastraban por las calles despojadas de sus ropas, ardiendo por dentro y fuera, mutiladas y sedientas.
Y mientras él se sentía culpable, sus compañeros de armas participantes en el bombardeo dijeron no sentir ningún remordimiento por lo que hicieron, siendo condecorados como héroes por la “hazaña” realizada, macabro premio otorgado por asesinar a decenas de miles de seres humanos en pocos segundos y de una manera más atroz y cruel como nunca antes conoció la humanidad a lo largo de sus miles de años de existencia.
Honores recibieron también los autores intelectuales del genocidio, los científicos creadores de la bomba y los jerarcas del gobierno yanqui, quienes nunca fueron juzgados por el crimen cometido. Es que la historia la escriben los vencedores y, mientras los líderes nazis eran juzgados en el tribunal de Nuremberg y los funcionarios civiles y militares japoneses ern una corte de Tokio, elles se autoproclamaban salvadores de la humanidad.
Si bien es cierto que algunos de esos hombres de ciencia, los más moderados y conscientes, trataron de evitar una tragedia de gran magnitud como la ocurrida recomendando que la bomba podría hacerse estallar en una zona despoblada para luego advertir al enemigo que de no rendirse se lanzaría sobre una ciudad, otros, los más crueles e implacables, rechazaron la propuesta expresando al igual que el gobierno que debía lanzarse sobre un lugar poblado.
Lo cierto es que la discusión no tenía valor alguno, pues no iba a cambiar nada. Ya la suerte de Hiroshima y Nagasaki estaba echada. El presidente Harry S. Truman y el alto mando militar estadounidense habían decidido desde un principio arrojarla sobre dos ciudades que serían escogidas en último momento. Una macabra “lotería”, una “ruleta rusa” cuyas balas impactaron finalmente a ambas ciudades.
No tomaron en consideración que al accionar el “gatillo” de aquel diabólico engendro se violaba el principio primordial y único de la ciencia que es proteger, conservar, preservar y salvar vidas, y jamás exterminarlas, como ellos decidieron hacerlo para extinguir la existencia de los inocentes pobladores de Hiroshima y Nagasaki.
Muchos ignoran que la decisión tenía el propósito de intimidar a la Unión Soviética con el terror nuclear, entonces de exclusivo dominio de EEUU, ya que la URSS, su aliado en la II Guerra Mundial, como potencia socialista constituía un serio escollo para las apetencias de conquista del imperio capitalista y nada mejor para disuadir a los líderes comunistas que demostrarles el diabólico poder de destrucción de la bomba atómica.
No aclaraba el día cuando la flotilla de cinco superfortalezas B-29 despegó desde la pequeña isla de Tinian rumbo a Hiroshima para cumplir con su letal misión. Sus tripulantes ignoraban el potencial de destrucción de “Little boy”, único y macabro pasajero a bordo del aparato comandado por Paul Tibbets al que bautizó como “Enola Gay”, nombre de soltera de su madre, mientras que el “Straight Flush”, otro B-29, lo piloteaba el coronel Claude Eatherly.
Desde la aeronave, dotada con equipos de meteorología, Eatherly suministró a Tibbets la ubicación del puente de Aioi, sobre el cual, a una altura de 500 metros, debía estallar la bomba, pero por un error de cálculo suyo el artefacto no estalló sobre el blanco seleccionado sino sobre un hospital ubicado a 300 metros, matando instantáneamente a sus primeras víctimas. Se trataba de médicos, pacientes, enfermeras, demás trabajadores y visitantes.
El infierno bajó del cielo a las 8:15 de esa mañana sobre Hiroshima y subió en forma de un enorme hongo de fuego y humo violáceo, y en “su centro un terrible color rojo” se elevó a varios kilómetros de altura sobre la ciudad, donde “los tranvías se detuvieron llenos de pasajeros calcinados sobre sus asientos”, lo mismo que los niños en camino a la escuela o al liceo y las madres que esperaban su regreso sin saber que ese día sería el último de sus vidas.
Desde el “Enola Gay” el copiloto Robert Lewis, viendo la fantasmagórica figura del hongo que cubría a Hiroshima, dijo: “Dios mió: ¿Qué hemos hecho?, frase que encierra todo el horror de la tragedia desatada aquel instante, la cual debió servir de lección para que nunca se repitiera aquel crimen, pero cruel el imperio lo repitió apenas tres días después sobre Nagasaki, lanzando una segunda bomba, “Fat man” que mató a más de 70.000 personas.
Y la crueldad de Harry S. Truman, César de turno del imperio en ascendencia, no tuvo límites cuando como fiera que se lanza sobre el cuerpo destrozado de su víctima, en un insulto a la magnanimidad y dignidad humana, y dirigiéndose al ya vencido pueblo y gobierno de Japón exclamó: “Si después de esto no aceptan nuestras condiciones, pueden esperar una lluvia de ruina caer desde el aire como nunca se ha visto sobre la tierra”.
Pero la muerte no se quedó allí. Siguió su marcha matando a otros miles más de los que sobrevivieron y a sus descendientes, víctimas de la letal radiactividad que asesinó y seguirá asesinando a muchos más porque, aún siendo el bombardeo un acto de destrucción que duró instantes, su letalidad actúa como una venta a largo plazo que nunca termina de pagarse y sigue y seguirá cobrando eternamente su cuota de vidas en Hiroshima y Nagasaki.
A partir del bombardeo a Hiroshima, Eatherly ya no fue el mismo y dejó de ser aquel muchacho soñador que se alistó en la Fuerza Aérea llamado por su patria para luchar por la libertad y paz mundial.
Se sintió culpable al descubrir que fue utilizado como instrumento ciego para perpetrar un genocidio por un imperio que se creyó invencible, capaz de conquistar al mundo por poseer un arma que nadie en ese entonces poseía.
Le perseguían las imágenes de los muertos. Mujeres con las flores de sus kimonos tatuadas sobre la piel hecha jirones, niños calcinados por el fuego portando algún juguete, hombres cuyos cuerpos eran sombras estampadas en las paredes de edificios semidestruidos que desafiaban la fuerza de los vientos de 1.600 kph generados por la explosión y la lluvia negra que caía, cuya agua radiactiva bebían los que aún vivían, lo cual sólo servía para acelerar su muerte.
Fue entonces cuando Eatherly empezó a actuar de manera diferente. Abrumado por el complejo de culpa que le aquejaba no regresó a su hogar y se fue a vivir en casa de su hermano, donde despertaba en medio de la noche gritando, perseguido por los espectros de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, que parecían arrastrarlo al abismo de la locura, al que no cayó, porque lo protegió su deseo de alertar al mundo sobre la amenaza del terror nuclear.
Su “anormal” comportamiento lo llevó a enviar cartas en las que incluía cheques con dinero de su sueldo de veterano de guerra, dirigidas a asociaciones japonesas de víctimas de los bombardeos, las cuales eran interceptadas y devueltas por el gobierno que trataba de evitar por todos los medios que un “héroe” como él fuese visto como alguien opuesto a un genocidio que la propaganda del sistema presentaba como una hazaña bélica.
Pero no pudieron evitar aquella innovadora y extraña forma de protesta, ya que el piloto de Hiroshima siguió escribiendo más cartas. Menos aún cuando Eatherly comenzó asaltando gasolineras, tiendas y hasta una oficina de correos, armado con una pistola de juguete y después de robar el dinero lo dejaba abandonado a su salida y caminaba lentamente por la acera para ser detenido por la policía que se encargaba de entregarlo a las autoridades militares.
La paciencia del sistema se agotaba ante su “anormal” comportamiento, el cual, sabían las autoridades, era llamar la atención sobre el genocidio cometido contra un pueblo ya vencido y un llamado a la sociedad estadounidense para que evitara que volviera a reeditarse una tragedia como aquella.
Fue entonces cuando, preocupados ante la frecuente publicación en los medios de las pacíficas acciones de calle adelantadas por aquel solitario rebelde con causa, comenzaron a urdir un plan para silenciarlo antes de que su voz de protesta alcanzara más fuerza.
Sabían que Eatherly, aun cuando no lo había descubierto todo, había semiabierto la caja de Pandora de los dioses del imperio, el cual temió que su protesta obstruyera los planes yanquis de desatar nuevas guerras, como la que lanzaría meses después en Corea, años más tarde en Vietnam y las demás aventuras bélicas desencadenadas en Afganistán, Irak y Libia, aunque cuando estas tres últimas estallaron él ya había muerto.
Además de la paciencia, se les agotaba el tiempo. Se tenía que callar a ese “loco” que amenazaba con opacar el prestigio de la nación y el brillo de la victoria de la II Guerra Mundial que, según los vencedores, sería la última de la historia, ya que con la creación de la ONU se acabarían para siempre los conflictos bélicos en el mundo. Mentira, pues su proyecto de conquista contemplaba y aún considera conquistarlo ellos mismos.
Y por fin llegó el momento, cuando la policía detuvo una vez más a Eatherly, después de que asaltara otra tienda, como siempre, sin llevarse nada. Lo llevaron ante un consejo de psiquiatras. Lo sometieron a rigurosos exámenes, pruebas y mediciones físicas y psicológicas, diagnosticándole esquizofrenia, tendencia a la ansiedad, manía persecutoria y otras afecciones mentales. Habían condenado al ostracismo. No hablaría más, pensaron.
El “enfermo” fue recluido en el hospital de enfermos mentales de Wako, Texas, pero ese no era el lugar para una persona mentalmente sana como Eatherly, como afirmaron pasados algunos años,miembros del personal de esa institución y otras personas que le conocieron, quienes dijeron que Eatherly “era la persona más cuerda y sensible que hayan conocido en su vida".
La ficción de filme o de una novela de terror no podría jamás compararse con la horrible realidad que vivió Eatherly en esos calabozos medievales y pasillos tenebrosos que eran los manicomios hasta mediados del siglo XX. Allí estuvo vigilado por celosos carceleros disfrazados de enfermeros, torturado por las drogas que le daban e inyecciones de tranquilizantes aplicadas para domar su rebeldía e inteligencia, las que no perdió en ningún momento.
Su caso llamó la atención del filósofo Günther Anders, quien le dirigió la primera de una serie de cartas que lo rescataron del olvido y ostracismo al que lo había condenado el sistema.
La relación epistolar que mantuvieron entre 1959-1961 sirvió para que Anders escribiera su obra denominada “El Piloto de Hiroshima: Más allá de los Límites de la Conciencia”, libro traducido a varios idiomas que contiene la correspondencia sostenida con Eatherly, un total de 71 misivas.
En una de esas cartas el piloto dejó clara constancia que estaba muy lejos de ser el demente que los médicos habían diagnosticado al expresar que “la culpa ligada a este crimen ha llenado mi alma de confusión. He estado en hospitales y he pasado alguna que otra temporada en la cárcel. Tengo la impresión de que en la cárcel me he sentido siempre más feliz: el castigo me permite expiar mi culpa”.
“He hecho todo lo posible para convencer a los médicos y a la gente de que sólo me anima un deseo: ver triunfar la paz y la igualdad entre los hombres y trabajar a favor de nuestra causa. Puede que sepas que en este país no es bien visto decir este tipo de cosas, por lo que me consideran un obstáculo”.
Con esa afirmación el Piloto de Hiroshima tocaba el corazón del drama que lo había conducido a su reclusión en esa cárcel-hospital a donde había sido arrojado en base a los informes médicos que lo etiquetaron como enfermo mental.
¿Cómo pudo cometerse esa aberración médica contra un individuo que sólo dueño de un sano juicio y total lucidez mental fue capaz de escribir lo siguiente?.
“Para la mayoría mi rebelión contra la guerra es una forma de locura, pero no hubiese podido encontrar otra manera de explicar a los hombres que una guerra atómica no sólo trae consigo destrucción físic, sino que también desmoraliza al ser humano. Me da completamente igual qué piensen los hombres de mi moralidad si de esta forma puedo causarles perplejidad y lograr que comprendan que no pueden volver a hacerse esto a sí mismos ni a sus hijos”.
La opinión del “prisionero de Wako” era diametralmente opuesta a la de sus compañeros de armas partícipes del genocidio de Hiroshima, en especial a la de su colega, el comandante Paul Tibbets, quien al ser consultado sobre el bombardeo a Hiroshima dijo: “Supe cuando recibí la orden de que iba a ser algo emocionante. Hice lo correcto. Teníamos sentimientos, pero debíamos dejarlos a un lado”.
“Sabíamos que la bomba iba a matar a mucha gente, pero mi interés principal era hacer el trabajo lo mejor que pudiera, así podría acabar la matanza lo más rápido posible. Duermo tranquilamente todas las noches”, aseguró el verdugo que accionó la palanca que abrió la portezuela de ese patíbulo nuclear que fue el “Enola Gay”, nombre de una madre que arrastra la vergüenza de haber sido usado para cometer el más horrendo genocidio de la historia.
Mientras tanto, Eatherly, desde el hospital donde vivió encerrado entradas, dadas de alta y fugas por 30 años, siguió escribiendo cartas dirigidas a organizaciones japonesas promotoras de la paz y los derechos humanos pidiendo perdón por su participación en el genocidio de Hiroshima hasta que un día una de ellas logró burlar el cerco de las autoridades yanquis y llegar a sus destino, una agrupación pacifista de jóvenes japonesas sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki.
Y en una hermosa misiva que expresa el valor inconmensurable del poder que tiene el ser humano para restañar viejas heridas y perdonar errores le respondieron:
“Hemos sabido que los sentimientos de culpabilidad le atormentan y que ha sido internado en un psiquiátrico. Le escribimos para expresarle nuestra más profunda conmiseración y asegurarle que no sentimos odio hacia usted. Lo consideramos una víctima más".
Creemos que a partir de aquel momento y hasta el día en que murió en 1978, a los 60 años de edad, encerrado en esa cárcel que para él fue el Hospital de Wako, Claude Eastherly reforzó aún más la conciencia de sentirse un hombre mentalmente sano, ya que nunca había perdido la razón que creyó arrebatarle un sistema vengativo y represivo al señalarlo y etiquetarlo como loco.
Había vencido en una larga y desigual batalla que le tomó exactamente la mitad de su vida (30 años) a los amos de un imperio que no perdona a quienes se rebelan contra sus diabólicos designios y los castiga, ya sea asesinándolos o matándolos en vida como trataron de hacerlo, pero fracasaron al intentarlo con el “Piloto de Hiroshima”.
AVN