Benedicto XVI fue el papa del humo gris que, en aquella tarde de abril de 2005, emanó de la chimenea colocada en el tejado de la Capilla Sixtina y que sumió en la incertidumbre a los fieles congregados en la Plaza de San Pedro que no lograban averiguar si era blanco o negro, si el cónclave había elegido papa, o no.
Las campanas de la basílica anunciaron finalmente la resolución del primer cónclave del tercer milenio, en 2005, y acompañaron a Benedicto XVI que, asomado al balcón central del templo, saludaba exultante y con los brazos en alto a fieles y peregrinos.
Su revelación provocó un escándalo de dimensiones bíblicas que ha pasado a la historia con el nombre de "Vatileaks" y que el propio Nuzzi explicó en su libro "Sua Santità" (2012).
El propio Tarcisio Bertone, quien fuera secretario de Estado durante su papado, lamentó recientemente no haber sido capaz de frenar los ataques "despiadados" contra Benedicto XVI, quien atravesó una "época de sufrimiento".
Ratzinger también tuvo que abordar el estallido de los escándalos de abusos sexuales a menores por parte de miembros del clero, un hecho que él ya conocía e investigó cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, como el caso de los Legionarios de Cristo.
Una nebulosa mañana de febrero del 2013, Ratzinger, en la Sala Clementina del Vaticano y ante los cardenales que asistían al anuncio de nuevas canonizaciones, anunció en latín que "por el bien de la Iglesia" y dada su "avanzada edad", renunciaba a continuar su ministerio petrino.
Un seísmo, su renuncia, que desveló la verdadera naturaleza de un papa consciente de la importancia de un buen Gobierno en una Iglesia enferma. EFE