Una Biblia reposa abierta sobre la cama de Raúl, asesinado en noviembre de 2012 por el crimen organizado. “Se la puse para que no esté solo, todo sigue como lo dejó”, dice su madre, Ana, vecina de Tepalcatepec, al oeste de México, mientras enseña las fotografías del joven rodeado de amigos. En el salón de su casa, esta mujer, madre de otros tres hijos, explica que a ella también se le acabó la vida. La cama, las fotos o la propia Biblia son lo único que queda de una vida descuartizada. Su historia, al igual que todas las que conforman este reportaje, es la expresión individual del gran drama que alcanzó a la sociedad michoacana en la última década. Los testimonios recopilados ponen al descubierto la realidad de un pueblo de 15.000 habitantes quedecidió levantarse en armas el 24 de febrero de 2013.
Tepalcatepec no fue el único. Junto a este municipio de Tierra Caliente, ciudadanos de medio centenar de comunidades de la región tomaron la justicia por su mano para poner fin a los abusos del cártel de los Caballeros Templarios y a la inacción del Gobierno. A todos ellos les duele aún el “en Michoacán no pasa nada” que los políticos repitieron durante muchos meses. La banda criminal, que domina el mercado de droga en el Estado desde 2011, no es la primera en cometer atrocidades contra la población: antes fue la Familia Michoacana, antes los Zetas, antes aún el cártel del Milenio... Todos los protagonistas, sin excepción, siguen teniendo miedo. Algunos asesinatos, como el de Raúl,
continúan demasiado presentes.
La muerte: “Se nos acabó todo, hasta las lágrimas”
Ana y Manuel acuden cada tarde a misa de seis en Tepalcatepec. “De aquí a la iglesia y de la iglesia a casa”, dice ella. “Para nosotros se acabó la vida, la ilusión, hasta las lágrimas”. Colgadas de la pared de la sala, dos instantáneas muestran a una misma familia antes y después de que el crimen organizado los aplastara a todos. Con la televisión de fondo y un hijo menos, el matrimonio insiste en ofrecer algo de tomar a los dos desconocidos que acaban de entrar en la casa para conocer su historia. “Raúl era el menor de mis niños, tenía 24 años”, dice Ana. A un lado de la puerta, detrás de los sofás, se encuentra su cama con la Biblia abierta encima. Al joven lo levantaron a finales de 2012, la misma noche que Ana sintió que al muchacho le sucedía algo. “Yo lo veía triste, lo abracé por detrás y le pregunté ‘¿qué le pasa a mi hijo?’, a lo que él respondió, ‘nada, mamá, en cuanto Diana [su novia] acabe los estudios, nos vamos casar y nos mudaremos a Morelia [la capital de Michoacán, a casi 3 horas en coche], yo ya no quiero vivir más aquí”. Antes de salir, Raúl le pidió a su madre que lo llamara si veía que no regresaba pronto a casa. “A eso de la 1.30 empecé a marcarle y ya no respondía. A las seis salimos a buscarlo, pero ni los militares ni la policía nos hicieron caso. Buscamos por todo el pueblo, hablamos con sus amigos y con la gente de ellos [templarios], pero nadie nos decía nada”.
La cabeza de Raúl apareció el domingo por la tarde en Jalisco, Estado colindante a Michoacán. “No recuerdo muchos detalles, porque para entonces ya me habían dado unas cien pastillas, pero al regresar a casa me senté en la banqueta de fuera, para tomar el aire, y al rato apareció un puntero [así se les llama a los informantes del cártel] y me explicó que eran ellos quienes lo habían matado, que le gustaba a una mujer y que él no le había hecho caso, que estuviéramos callados si no queríamos represalias”. Ana cuenta que la familia estuvo vigilada hasta que las autodefensas echaron del pueblo al crimen organizado. Su drama, sin embargo, viene de lejos. “En 2007 mi hija huyó de Apatzingánporque llevaban meses pidiéndole la casa”, así que decidió abandonar Tierra Caliente y empezar otra vida con su esposo y una niña en Tijuana. Poco después sufrió un accidente de coche que la dejó tetrapléjica. Al terminar su relato los anfitriones regalan un paquete de caramelos: “Para el picor de garganta, que estas tierras son muy secas”, ofrecen amables, como si la conversación hubiese ido del tiempo.
La violencia sexual de los Templarios: “Me dijo que yo iba a ser suya”
Gabriela se acuerda muy bien de que aquel día era martes, el día en el que un templario le dijo que “iba a ser suya”. Corría el año 2010 y ella todavía estudiaba la Preparatoria [Bachillerato], era menor. Quería cursar después Ingeniería en Sistemas y la escuela estaba en Coalcomán, un pueblo de 9.000 personas a 70 kilómetros de su casa, en Tepalcatepec. Gabriela recuerda que aquel día bajó a la plaza del pueblo para tomar un café con sus amigas, pero que se cruzaron a otro grupo de compañeros y se fueron con ellos a comer pizza, porque “ese era el día del dos por uno”. Al oír su relato, detallado al milímetro, uno entiende que esta muchacha está volviendo a ese lugar, todavía con un dolor profundo, asustada. Antes de querer hablar ha pedido que no se la grabe, ni se la fotografíe. El acuerdo es que ella cuenta su experiencia mientras uno escribe lo que puede. La charla se termina abruptamente al caer la noche porque es peligroso que haya un coche extraño en la puerta de su casa. Todavía los punteros pasan a veces en su moto vigilando. Alguien puede llegar y levantarla de nuevo, explican.
Aquel martes eran poco más de las ocho de la tarde cuando recibió la llamada de un hombre que trabajaba para el patrón de su madre y que le doblaba la edad. La habían puesto en contacto con él para que la ayudara a encontrar un trabajo entre semana, porque la muchacha quería contribuir con los gastos de la familia. Cuando el teléfono sonó él le dijo que ya tenía un trabajo, que saliese a la plaza para arreglarlo, que el local donde habían aceptado contratarla estaba a la vuelta de la esquina. Bajaba las escaleras desde el segundo piso de la pizzería cuando se lo encontró de frente, con el teléfono en una mano y la pistola en la otra. “Me quedé inmóvil y él me gritó que subiese al coche, que si no me iba a matar. Le pregunté por qué hacía eso y me dijo que yo iba a ser suya”. Gabriela llora.
“Durante el trayecto me gritaba que me callase, me jalaba del cabello y me golpeaba”. Se bajaron en un hotel, ella delante y él cubriéndole la espalda, apuntándole con la pistola. La señora de la posada no la ayudó: “Me dijo que le daba miedo”, pero ella chilló muy fuerte y la volvió a subir al auto. Cuando después de horas logró escapar se escondió en la chimenea de una casa y pasó allí el resto de la noche.
Hoy Gabriela tiene una niña de apenas unos meses. “Pidió ayuda y ha estado en terapia mucho tiempo y el hecho de tener una hija es algo que le recomendaron, un motivo para seguir adelante”, cuenta Josefina, miembro del grupo Mujeres apoyando al movimiento de Tepalcatepec.
El caso de Gabriela no es anecdótico. Como ella, denuncia el pueblo, cientos de mujeres fueron llevadas a la fuerza de las preparatorias y de sus casas por los Caballeros Templarios. Muchas ya no están, emigraron. El doctor José Manuel Mireles, líder moral de las autodefensas de Michoacán, aseguró hace meses que en la clínica de Tepalcatepec de octubre a diciembre de 2012 atendieron a 40 mujeres violadas y embarazadas por miembros del crimen organizado: “Llegaban a tocar a la puerta de las casas y decían: ‘Me gusta mucho tu mujer, ahorita te la traigo, pero mientras me bañas a tu niña porque esa sí se va a quedar conmigo varios días’ y no te la regresaban hasta que estaba embarazada”. El cirujano aseguraba entonces que ese fue el detonante para que el pueblo se levantara en armas.
La venganza: “Esto les pasó por apoyar a los comunitarios”
La cabeza de Adrián apareció en un diario local junto a la de dos compañeros de trabajo en un monumento del municipio de Los Reyes, a 97 kilómetros de Tepalcatepec y 165 de Coalcomán. “Esto les pasó por apoyar a los comunitarios”, rezaba un cartel a su lado apenas hace escasos cinco meses. “Creemos que el único delito de mi hijo era haber nacido en Tepalcatepec, ni siquiera colaboraba con las autodefensas”, comenta con voz temblorosa su madre, Aurelia. “Ellos tenían mucho coraje a la gente de este pueblo por habérseles rebelado”. La charla transcurre en el negocio familiar, ante la atenta mirada de un niño de siete meses en brazos de su tío. “Es lo único que mi hermano pequeño nos dejó”, dice el joven.
Adrián tenía 22 años cuando lo asesinaron, el menor de cuatro hermanos. En la pared del comercio cuelga un cuadro bordado con su nombre. Desde los 16 trabajaba con su primo en un empaque, compraban y vendían fruta y con el tiempo, se capacitó para dar mantenimiento a las huertas. Vivía en Coalcomán con otro amigo, en un lugar rentado. “Iban y venían todo el día, supongo que por eso los agarraron”. Un lunes por la noche, el sobrino de Aurelia recibió una llamada de Adrián diciéndole que habían pinchado una rueda de la camioneta y que necesitaban ayuda. “Mi sobrino no desconfió, agarró un poco de dinero y fue a buscarlos, porque él no tenía miedo. Desde hacía años pagaba religiosamente la cuota que los templarios imponían a los agricultores”. Era todo una farsa. No volvieron a saber nada de ellos hasta el siguiente sábado. Durante esos seis días movieron cielo y tierra para encontrarlos. “Cuando por fin aparecieron las tres cabezas, no teníamos ni quien fuera a buscarlos, porque salir del pueblo era muy peligroso. El de la funeraria, tras mucho insistir, se desplazó escoltado por los militares hasta Los Reyes. Después le dimos sepultura”. Cuando se le pregunta a Aurelia si no han pensado en marcharse responde muy franca: “No, aquí tenemos, ahora sí, que hasta nuestros muertos”.
El perdón: “Señora, a su hijo no le vamos a hacer nada, porque pocas madres hay como usted”
Rita, de unos 50 años, cabello oscuro y largo, retuerce un pañuelo entre sus manos mientras cuenta que tiene miedo. “Una vez traté con esa gente”, dice para referirse a los templarios. “Yo tenía a mi hijo Carlos en Estados Unidos, vino a finales de 2012 y a los quince días se echó una novia en el Facebook. Resultó que esa muchacha era de uno de ellos, de los malos, porque las mujeres ya eran de su propiedad, según su criterio. Un día lo llamaron por teléfono y salió corriendo de casa. Después yo lo notaba callado, hasta que una hija me dijo que su hermano traía un problema. Yo le dije: ‘Ya sé que trae un problema, pero le pregunté y no me quiso decir’, ‘es que no te va a decir, mamá, porque tiene amenazas de muerte’. Así que me subí con él a la camioneta y en ese momento lo volvieron a llamar y lo citaron. Mi hijo me pidió que me escondiera, que no quería que viese quién lo iba a matar”, cuenta Rita. Carlos tomó una desviación desde la carretera hacia Coalcomán. En el lugar había tres hombres subidos a un coche con vidrios oscuros. Uno de ellos, asegura, era policía municipal. Ella se bajó de la camioneta y los enfrentó desesperada, diciendo que era injusto que asesinaran a su hijo, que acababa de llegar al pueblo. Rita dice que la vieron tan fuera de sí, que uno de ellos le respondió: “Tranquila, señora, a su hijo no le vamos a hacer nada, ¿sabe por qué?: porque pocas madres hay como usted”. “Me quedé traumada”, cuenta ella ahora. “Poco después me salieron manchas por el cuerpo de los nervios”, muestra sus piernas. “En ese rato yo sentí que todo se había acabado”. Con el tiempo, Rita consiguió dinero y volvió a enviar a su hijo a EE UU. Desde entonces el joven no ha regresado a Tepalcatepec, pero está bien, dice. En la medida de lo posible, la familia apoya ahora al movimiento de las autodefensas.
La extorsión: “Pagaba 2.000 pesos por hectárea”
La familia de Luis tiene una huerta de aguacate desde hace 30 años. A la muerte de su padre, él quedó como encargado del negocio. Aunque es originario de Tepalcatepec, la generación anterior había nacido enTancítaro, un poblado que se levantó en armas en noviembre. “Desde hacía dos años pagábamos 2.000 pesos (unos 150 dólares) por hectárea, a cambio, en teoría, de protección, pero era una extorsión”. Luis, hombre robusto, explica que él daba la cuota a través de un intermediario, que nunca tuvo contacto “con esa gente”. Una tarde del pasado mes de septiembre, salió a Uruapan, a 58 kilómetros de Tancítaro, para arreglar una de sus camionetas. Un empleado lo llamó diciéndole que había chocado y que tenía que presentarse para que le pagaran los daños. “Le dije que no podía, que tenía el carro desmontado, que ya lo veríamos mañana, porque según me explicó era el otro el que había chocado con él. Le indiqué que tomara sus datos y ya”. Pero más tarde volvió a recibir una llamada: “Mi empleado me decía que no, que era él quien había provocado el accidente, y que si no iba se lo llevaban a la cárcel. Todo me pareció muy raro y empecé a sospechar. Después me llamó un desconocido, y me comentó que podíamos arreglarlo, pero fuera de las dependencias municipales, eso no me gustó nada, yo quería que hubiese gente”. Luis llamó a la esposa de su empleado y le preguntó si sabía algo, si se lo habían llevado detenido. Nada de eso era cierto, le confirmó. Sin dudas ya de que aquello era una “treta”, de que le querían “dar el levantón”, Luis dejó su coche en el taller y tomó un taxi hasta Tancítaro. “Había una camioneta esperándome, pero no me reconocieron porque no iba manejando”.
El empresario llamó a su familia y pidió que se reunieran en la casa, que recogieran algo de ropa para irse. A la vez se comunicó con sus parientes en Tepalcatepec y con los militares, para pedir ayuda. Por la mañana, muy temprano, salieron escoltados por varios convoyes del Ejército hasta Buenavista. “A partir de aquí”, le dijo uno de los oficiales, “Es terreno seguro para ustedes”. Varios familiares los llevaron hasta el pueblo. Los siguientes días los templarios se metieron en la huerta y se adueñaron de ella. Todos sus trabajadores huyeron. A los diez días soltaron al empleado que había servido de cebo. Cuando los comunitarios entraron en Tancítaro y echaron a los Templarios, Luis pudo recuperar sus tierras. “Ahora ya me siento más tranquilo, pero no más seguro”, dice sentado en el porche de su casa. “Si alguien me quiere hacer daño, claro que puede”.
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