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jueves, 21 de mayo de 2015

El auge petrolero dispara el transporte ferroviario en Estados Unidos

Los trenes atraviesan el pueblo entre cinco y diez veces al día. Son oleoductos sobre raíles: decenas de vagones que transportan petróleo desde los remotos pozos de Dakota del Norte, epicentro del boomenergético de Estados Unidos, hasta las refinerías de la Costa Este.
“Los odio por el ruido y sus luces”, se queja Rob Bregg, de 38 años. Ve y oye los convoyes desde su casa, a escasos metros de las vías, en Perryville (Maryland). Han recorrido unos 2.860 kilómetros hasta este pueblo de 4.400 habitantes, de casas blancas de madera, y a medio camino entre Baltimore y Filadelfia.
A falta de oleoductos convencionales —el proyecto Keystone XL para unir Canadá con el Golfo de México lleva seis años paralizado—, los trenes mueven el 70% del petróleo que emana de la formación Bakken en Dakota del Norte, explotada en los últimos años gracias a la técnica de fracturación de rocas de esquisto. Desde 2008, el transporte ferroviario de crudo se ha disparado un 4.000% en Estados Unidos.
El fracking ha aupado a este país a la cima de la producción mundial de petróleo y gas natural. Y ha alterado el tablero geopolítico: la primera potencia se acerca a la independencia energética y los precios han bajado. También ha trastocado la distribución. El crudo viaja a lo largo de un entramado de 200 líneas ferroviarias.

Es un método más invisible y flexible que un oleoducto: no exige un farragoso análisis ambiental y político, las vías ya existían y se adaptan a la demanda. Pero cada vez es más polémico por el secretismo que rodea a este transporte y los accidentes.
En los últimos dos meses, ha habido en EE UU y Canadá cuatro descarrilamientos de trenes petroleros. En 2014, hubo 144 incidentes. En 2009, solo uno. En 2013, los trenes derramaron 4,3 millones de litros de crudo, más que en todo el periodo 1975-2012.
Pese al crecimiento mayúsculo, la mayor parte de petróleo se sigue moviendo mediante oleoductos. En 2013, transportaron 8.300 millones de barriles de crudo frente a los 291 millones en tren. Sin embargo, el ratio de accidente es entre 10 y 20 veces superior en los trenes.
En Perryville no se ven señales junto a las vías que informen del transporte petrolero ni instrucciones en caso de emergencia, como sí habría en el caso de un oleoducto.Estas cifras y un grave accidente en Canadá, que mató a 47 personas en 2013, han llevado a endurecer las normativas. El Departamento de Transporte estadounidense anunció a principios de mayo nuevos requisitos de frenado en los trenes y renovación de contenedores, pero no obligó a que el crudo sea menos volátil (una de las causas de explosiones). El sector critica la regulación.
En una tarde reciente, frente a la casa de Bregg, donde vive con su pareja y dos niñas pequeñas, había aparcados cinco vagones con depósitos de “combustible líquido”, según mostraba su etiqueta. Estaban en un desvío anexo a las dos vías principales. Entonces, contaba el vecino, llevaban varias horas allí. A veces permanecen hasta dos días, según revela Allen Miller, teniente de la policía local.
“Claro que me preocupa”, dice Bregg, mientras las niñas juegan en el jardín, separado de los raíles por unos finos árboles. La línea ferroviaria se construyó a principios del siglo XX y es propiedad de Norfolk Southern. En los últimos años, ha revivido. Su uso se ha disparado, en un beneficio colateral del auge energético.
Las vías discurren en paralelo a un río que desemboca en el océano Atlántico, y la compañía de transporte de mercancías las opera según sus necesidades. Un portavoz de Norfolk Southern declina revelar por seguridad la frecuencia y ruta de los trenes. Las administraciones públicas dicen desconocer los detalles.
La opacidad hace que la única información provenga de los residentes. La circulación petrolera altera hábitos en Perryville. Los convoyes, de hasta 100 vagones, esperan parados a tener autorización para incorporarse a un corredor ferroviario de pasajeros que enlaza Washington y Nueva York, y por el que circularán hasta descargar el crudo en unas refinerías en Delaware. “Puedes estar 20 minutos esperando a poder cruzar las vías”, lamenta Bregg. En el pueblo, se oyen historias sobre qué calles es mejor coger para sortear en coche el atasco.
El paisaje de Perryville no puede entenderse sin esas vías. Los trenes pasan junto a casas, un parque infantil, la comisaría de policía y el Ayuntamiento. Cruzar las vías es una rutina automática de niños y adultos para ir de un lado al otro del pueblo. No hay verjas que las delimiten.
En la comisaría, el teniente Miller dice que el riesgo de accidente de los convoyes supone una “preocupación creciente”. Explica que el año pasado se finalizó un protocolo de emergencia, pero sugiere que es muy genérico. “Siempre es una preocupación el tren, pero es un medio necesario”, esgrime en el Ayuntamiento Denise Breder, la número dos del alcalde. Dice que hace unos años se organizó un curso de entrenamiento a bomberos y policías, y que se repetirá. Pero no da detalles.
Justo detrás del Consistorio está la bifurcación de raíles. “Oyes todo el rato [los trenes]. Al cabo de un tiempo se convierten en ruido de fondo”.EL PAIS