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domingo, 4 de octubre de 2015

ECONOMIA

Corregir la maldición

Lo que antes del verano no pasaba de suposición o pálpito, hoy es casi una evidencia. La economía mundial empieza a sufrir las primeras consecuencias de la crisis china —a la que, por cierto, las autoridades de Pekín no saben o no pueden poner remedio— y teme las consecuencias de una subida de tipos en Estados Unidos. La posición es extremadamente delicada, pero no tiene su origen ni en Pekin ni en Washington; procede de la debilidad extrema de la recuperación económica mundial que, a falta de recursos mejores, se ha fundado precisamente en el impulso de las economías emergentes —favorecidas a su vez por la política monetaria de la Reserva Federal— y los modestos crecimientos del comercio mundial.
 En la fatigosa reanimación del crecimiento global no cabe buscar factores más sólidos (crecimiento de la productividad, demanda pujante, prosperidad en suma) y el resultado ya lo ha adelantado el Fondo Monetario Internacional: el ejercicio económico 2015 será más débil que 2014 y el año próximo de nuevo asistiremos a una pálida aceleración que ni aclarará ni resolverá nada. El PIB mundial ha entrado en un círculo cerrado y anémico: la desaceleración china frena el comercio mundial, el cambio de política monetaria en Estados Unidos retrae el flujo de inversiones, ambos factores inquietan a los mercados de valores y la zozobra bursátil, de vuelta sobre la economía real, pesa como una losa sobre el crecimiento.
Tampoco es una novedad que la ruptura de la precaria y escuálida recuperación tenga un efecto demoledor sobre las economías de los países emergentes; ni que la geografía de los daños se concentre en América Latina. Los riesgos de una desaceleración brusca, incluso de un parón, en Brasil y México son elevados. En Venezuela, intensamente golpeada por la caída del precio del petróleo, más que un riesgo es un hecho. Pero el peso económico de Brasil y México pone en riesgo la situación del subcontinente.
 Es cierto que no todas las áreas económicas de Latinoamérica van a recibir el impacto de la desaceleración con la misma intensidad. Los países de Mercosur sufrirán más que los del borde Atlántico; pero el problema, en términos globales, sigue siendo que la desaceleración se traducirá en ajustes presupuestarios inmediatos y una caída de las decisiones de inversión —el dinero para invertir comienza a olvidarse de los emergentes— en la zona. Es decir, deterioro del bienestar, menos empleo y caída de las expectativas de recuperación.
El debate sobre si esta desaceleración tendrá es coyuntural o estructural tiene interés narrativo y gancho dramático, pero en términos estrictamente económicos es irrelevante. Por más fino que se quiera hilar, el hecho de que los espasmos de desaceleración mundial —a los que contribuye la debilidad de la eurozona— dañen sistemáticamente a las economías de América Latina indica que los factores de debilidad son estructurales. Mientras no se corrijan, Latinoamérica vivirá permanentemente el ritornelo de ser la primera región en sufrir los impactos de una presión recesiva global y la que con más intensidad los sufre. Es difícil precisar en cada país cual es el grado de debilidad estructural que ha de ser corregido rápidamente, pero no es aventurado señalar tres importantes.
 La primera corrección es diversificar las economías que dependen de un solo producto para sostener su riqueza; es, por ejemplo, el caso de Venezuela y el petróleo. Sólo es posible hacerlo con inversión selectiva y en periodos de prosperidad. La segunda es imponer una estructura fiscal sólida, según la cual todos (personas y empresas) paguen impuestos en función de su renta. La tercera es promover reformas administrativas que limiten la corrupción. No hay maldiciones, sino deficientes estructuras de país. EL PAIS