Hace ocho años, Estados Unidos estaba a punto de elegir a su primer presidente negro. El demócrata Barack Obama prometía terminar con décadas de divisiones. Era un político inusual: mesurado, paciente, capaz de analizar todos los aspectos de un problema antes de adoptar una decisión, consciente de los límites de su poder y el de su país, pragmático y al mismo tiempo visionario.
Hoy un hombre de negocios deslenguado y fanfarrón, con una tendencia irrefrenable al insulto y un mensaje xenófobo que recoge las tradiciones más sombrías de la política estadounidense, tiene opciones claras de lograr la nominación del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de noviembre.
La victoria de Donald Trump, el martes, en Nevada, el cuatro estado en votar en el proceso de primarias y caucus (asambleas electivas), no significa que él vaya a ser el nominado, ni mucho menos que gane las presidenciales. Esta es una carrera de fondo.
Los obstáculos son enormes: en un país diverso y, más allá de las caricaturas, políticamente centrado, el Partido Republicano se arriesga a convertirse en una fuerza marginal si presenta a Trump. Pero hasta ahora ha desmentido todos los pronósticos sobre su inminente caída. Hasta hace unas semanas la posibilidad de que Trump sucediese a Obama era descabellada; hoy sigue siendo remota, pero ya no es inverosímil.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Algunos señalan a la inacción de los dirigentes del Partido Republicano o de sus líderes de opinión: o bien, como la mayoría de observadores, nunca creyeron que Trump llegase tan lejos, o se lo tomaron a chiste. El ascenso del heterodoxo Trump —un candidato sin ideología definida, con retórica ultraderechista en inmigración y casi de izquierdas respecto al comercio internacional o el poder de las farmacéuticas— representa una OPA hostil al Partido Republicano. Al mismo tiempo, Trump es un espejo deformado e hiperbólico de la visceralidad de los republicanos durante los años de Obama.
Trump ha contado con un aliado valioso en los medios de comunicación, que se hace eco de cada astracanada suya y le regala horas y horas de pantalla. Ningún candidato, de ningún partido, ha contado con tanta cobertura televisiva como Trump, un showman capaz de mantener durante un mitin de 45 minutos la atención del público. Su personalidad —un triunfador, un multimillonario— es su atractivo.
Obama debía unir Estados Unidos, pero, cuando abandone la Casa Blanca en enero, dejará un país polarizado política y racialmente. Como demuestra el bloqueo en el Tribunal Supremo tras la muerte del juez Antonin Scalia, la parálisis en Washington continúa. Los años de Obama habrán sido, también, los de las tensiones por el trato policial a los negros, el miedo de sectores de la mayoría blanca a perder su estatus en un país más multicultural, y la erosión continuada de la clase media.
Trump —el anti-Obama: no sólo por sus ideas políticas, sino por su personalidad— es la expresión última del malestar. EL PAIS