Buscar parecidos con algo que se conoce, o uno cree que se conoce, es una de las formas más clásicas de describir algo; ese “se parece a” es una idea recurrente en los cronistas de Indias para dar a conocer los productos, para ellos nuevos y desconocidos, que iban encontrándose los castellanos en el Nuevo Mundo.
Se sigue apelando a este recurso. Y un término de comparación bastante usado es el referido al encaje. Es clásica la alusión a los encajes de Valenciennes (Francia) cuando se habla de crêpes, y a los de Camariñas (España) si de lo que se trata es de la versión gallega de estas tortitas, llamadas allá filloas. De manera que será disculpable que uno, al hablar de tempura, apele a la comparación con una labor de encaje.
La tempura, como seguramente saben todos ustedes, es un plato de la cocina nipona consistente, por lo general, en trozos de diversas verduras, mariscos o pescados envueltos en una pasta de freír especial. Es un plato… de ida y vuelta, porque fue llevado a Japón en el siglo XVI por los misioneros portugueses y españoles; en origen, se trataba de una simple fritura, de rebozar esos alimentos en una masa y freírlos, haciendo una especie de buñuelos y estirando así la materia prima principal.
El paso por Japón, donde tanta importancia tiene el aspecto de lo que se va a comer, le sentó muy bien a esos buñuelos. La tempura ganó elegancia.
Una buena tempura ha de parecer, en su capa externa, una tela de encaje: ha de dejar entrever, adivinar, el producto al que envuelve, su color.
Una tempura no es un buñuelo, que no deja ver lo que lleva dentro; digamos que, paradójicamente, el buñuelo sería algo vestido con un quimono, que no deja ver nada, mientras que una tempura correcta sería ese mismo algo apenas velado, al estar envuelto en un tenue encaje.
Lamentablemente, en su vuelta a las cocinas occidentales la tempura ha recobrado la memoria del XVI y se nos ha abuñolado.
Abundan las falsas tempuras en las cartas de muchos restaurantes; pide uno una tempura de verduras, esperando ese espectáculo que da entrever, por los ‘ojos’ de la pasta externa, los colores de una paleta de pintor… y se encuentra con un tono monócromo, dorado -en el mejor de los casos- y, muchas veces, con una masa nada crujiente, sino medio cruda. Penoso.
Unos buenos buñuelos, qué sé yo, de bacalao, son una cosa muy rica. Una tempura es otra historia. Lo importante es hacer bien esa pasta, llamada koromo.
Preparación
Hay diversas recetas, todas sencillas; les recomendaremos que no se compliquen la vida.
Compren, directamente, harina especial para tempura, en una tienda de productos asiáticos. Sigan las instrucciones del fabricante. Normalmente, no hay más que trabajarla con agua muy, muy fría, hasta lograr una pasta con consistencia de una natilla ligera; una pasta bien trabajada, bien batida, aireada.
Luego se corta el ingrediente interno en trozos de tamaño de bocado, se sumerge en la pasta de freír -lo suyo es hacerlo con los palillos orientales- y se fríe en aceite, de soja o girasol, o sea, neutro, bien caliente. Cuando la pasta se dora y hace burbujitas, se saca, se escurre sobre papel absorbente… y a la mesa. Se come, normalmente, con los dedos, aunque pueden usarse palillos. El bol con salsa de soja y wasabi es optativo, y la bebida ideal será una cerveza bien fría… o un vino blanco joven y fresco.
Pero recuérdenlo: el vestido de la tempura no ha de parecerse a un quimono como los de Madame Butterfly; ha de tener mucho más que ver con los velos de Salomé. Vamos, que no se trata de tapar lo de dentro para que el comensal se lo imagine, sino de insinuarlo y, entre velo y velo, dejarlo ver. Es más bonito… y qué les voy a decir de la diferencia entre lo que pesa un quimono y lo que pesa un velo de encaje, o de tul. (EFE)
No hay comentarios:
Publicar un comentario