Los gobernantes franceses acabaron el año alargando la vida laboral de los trabajadores y han empezado el nuevo queriendo prolongar también su jornada. Desde los socialistas hasta la derecha, pasando por los centristas, todos ellos inmersos en la batalla por las Presidenciales de 2012, quieren reconsiderar el número de horas que los ciudadanos pasan en la oficina.
Desde 1997, año en que se aprobó en Francia la ley que reducía la jornada laboral, se trabaja 35 horas semanales, aunque las sucesivas reformas introducidas posteriormente, sobre todo por el UMP, el partido de Nicolas Sarkozy, han ido diluyendo esta conquista laboral. Ahora, en la práctica, se trabajan más horas, pero se pagan o se disfrutan luego como días libres. Los empleados públicos mantienen esa jornada corta.
A un lado del ring, los defensores de la jornada flexible alaban sus lindezas: crea empleo, impulsa la economía y mejora la calidad de vida de los trabajadores. Al otro lado, sus detractores le sacan los colores: frena la competitividad de las empresas y eleva los costes de las compañías.
Lo cierto es que el hecho de que los franceses pasen menos tiempo en la oficina ha permitido que otros muchos trabajen. Se calcula que desde 1997 hasta 2002 se han creado casi 400.000 empleos mientras que el paro pasó del 10,8 al 7,9%.
Según datos de Eurostat, la tasa de creación de empleo en este periodo fue un 50% más alta en Francia que en el resto de países europeos (2,5% por año, frente al 1,6% de media en Europa). Además, el PIB ha aumentado y el poder adquisitivo de nuestros vecinos ha pasado del 2,5 al 2,8%.
En términos de consumo, la ecuación es simple: a más tiempo libre y más dinero, más horas de ocio para gastar lo ganado. En este sentido, se han multiplicado las escapadas de fin de semana y el turismo interior ha crecido hasta el punto de que en el último lustro han abierto dos escuelas de turismo. Se calcula que, además del trabajo directo generado, se han creado unos 40.000 empleos más alrededor del sector del ocio y servicios.
Las empresas, sin embargo, critican el coste que supone pagar todas las horas extraordinarias a los empleados y dicen que frena su competitividad. Pero pasar menos horas frente al ordenador no significa necesariamente trabajar menos. Por el contrario, la productividad de los franceses se encuentra entre las más altas del mundo.
Los españoles, en cambio, nos situamos a la cola de la tabla europea en rendimiento y a la cabeza en horas de trabajo. Desperdiciamos más de 1.700 horas de vida en la oficina, mientras que nuestros vecinos sólo invierten 1.600. El balance no es nada alentador: curramos más, producimos poco y, encima, cobramos menos.
EL MUNDO
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