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martes, 4 de febrero de 2014

Diosdado Cabello: Y después del 4-F siguió la rebelión

AVN.- La imagen está ahí, 22 años después, como si se desplegara ahora mismo ante sus ojos. La camioneta de su casa apostada frente a los Monolitos, en Los Próceres, esperándolo a la salida de Fuerte Tiuna, y adentro Marleny Contreras, su esposa, con el pequeño hijo, solos, porque el responsable de acompañarlos, de protegerlos esa noche, no llegó a cumplir esa parte del plan. La conversación es breve y, para despedirse, ella tan solo le dice: "Haz lo que tengas que hacer".
Es la noche del 3 de febrero de 1992, los acontecimientos apenas comienzan pero hay ya ignición en la mecha. La insurrección es un hecho. Con esa imagen en sus ojos, el teniente Diosdado Cabello se monta en su carro ("Imagínate: ¡un súper Montecarlo!", chistea el hoy presidente de la Asamblea Nacional y vicepresidente del Partido Socialista Unido de Venezuela) y parte. A lo que tiene que hacer.
Toma rumbo al Colegio La Salle para verificar, en las inmediaciones, las antenas de telecomunicación, sin saber aún que jamás servirían. Después, como a las 11:00 de la noche, decide pasar por el Palacio de Miraflores y llega “cuando está entrando Pérez con dos motorizados”. Sí, Carlos Andrés, el Presidente. “Yo llamo a Antonio Rojas Suárez y ahí se activa la cosa en Fuerte Tiuna, sin vuelta atrás”.
Un grupo va al Batallón Ayala con la orden de robarse unos tanques. La primera parte de la misión es fácil, fusil mediante: encañonados, los oficiales del Ayala entregan lo que se les pide. Lo difícil viene después: ninguno de los participantes en el asalto sabe de blindados, ninguno tiene idea “ni de cómo manejarlos, ni de cómo dispararlos, ni nada”.
“Eran los locos, que salían con unos tanques, más cargados de ganas que de otras cosas”, cuenta.
Entretanto, Cabello emprende el regreso hacia Fuerte Tiuna. Al encarar la autopista Valle-Coche, ve venir, por el canal contrario, la fila de acorazados verdes. “No me preguntes cómo: salté la isla y me puse detrás del último”. Uno de los alzados lo reconoce. “¡Es Diosdado!”, grita, y eso posiblemente lo salva de ser recibido a tiros por su propia gente.
Decide adelantar a los tanques y, ubicado en la vanguardia, se aposta en los cruces para parar el tráfico y garantizarle el paso a los blindados. Son cuatro y los conducen Ronald Blanco La Cruz, Antonio Rojas Suárez, Carlos Aguilera e Iván Freitez.
“Pasamos por Plaza Venezuela. Te juro que es una de las cosas más emocionantes que he vivido. Pasar por ahí y sentir la alegría de la gente cuando nos vio, porque íbamos a hacer lo que ellos querían que se hiciese hace tiempo: ‘¡Saquen a esos coño e’ madres!’, nos decían los que estaban comiendo perros calientes a esa hora”.
Desde Plaza Venezuela, los gigantes acorazados toman la subida de Maripérez, doblan a la izquierda en la esquina de la Hermandad Gallega, avanzan por la avenida Andrés Bello, recorren la Urdaneta hasta Miraflores.
Y allí los reciben a plomo limpio. “Ya estaban alertados de que nosotros íbamos en una operación, pero igualito nos esperaba la gente en la calle, la gente celebrando. ‘Ahí van los locos’, se dirían”.
El falso muerto
Esos cuatro blindados son los únicas tropas que llegan al Palacio Presidencial por la Urdaneta, el resto del asalto se emprende desde Pagüita. Las ráfagas de tiros son inmediatas, y los heridos también. Las esquirlas de una bala que pega en la escotilla recién abierta impactan en la cara de Ronald Blanco La Cruz, que cae con el rostro atravesado por hilos de sangre. Lo dan por muerto.
En el Batallón Pepe Alemán, en Quinta Crespo, un grupo de setenta hombres con sus fusiles –al mando de un tal capitán Pimentel- debía esperar la orden de activarse para ir a Palacio. Cabello va por ellos, siempre en su carro, vestido de civil pero con el brazalete tricolor. Van con él tres compañeros. La cadencia de las balas es el estridente soundtrack de la operación.
En el Batallón, donde además funciona la intendencia del Ejército, todo es oscuridad y silencio. Ni Pimentel, ni hombres. Cabello da una segunda vuelta y un instante después el flamante súper Montecarlo es un colador. Pimentel había delatado. “¡Lo que nos echaron fue plomo parejo!”.
Su reflejo es sacar la pistola: ¡Pa, pa, pa! Y en cuestión de segundos, el chasquido sordo del percutor ya sin balas. En cambio, los disparos de FAL siguen agujereando la carrocería del vehículo. Al teniente no se le ocurre más salida que hacerse el muerto.
“Entonces, yo me rodé así, en el asiento”, dice y dramatiza Cabello, entre risas, dejando caer el peso de su cuerpo en la butaca del avión que esta noche, 22 años después, lo lleva del Táchira a Caracas, tras una jornada larga de fiscalizaciones, reuniones y encuentros con el poder popular. En la cabina de la aeronave, el M/G Luis Motta Domínguez lanza una carcajada ante la escena.
Pero en aquella madrugada del 4 de febrero no había espacio para risas. Cabello recuerda que estaba tirado en el carro cuando abrieron la puerta del Montecarlo para sacar su “cadáver”.
-¡Está muerto! -dijo uno.
-Coño, ¿y quién es?
-Es Diosdado.
Diosdado, así, a secas, porque a él rara vez lo llamaban por su apellido. O al menos eso es lo que recuerda. Tras sacarlo del carro, lo tiran en la acera para buscar dónde tenía el tiro. Sin una sola herida de bala que exhibir, el "cadáver" recibe un culatazo de FAL entre las costillas. El "cadáver", ahora con costilla fracturada, no consigue reprimir un grito de dolor.
A partir de ese momento, el capitán y sus tres acompañantes se convirten en la piña de boxeo de la oficialidad que los rodea. “Nos golpearon, nos insultaron, se burlaron. Y yo, rebelde y alzado, sólo les decía vainas como: ‘No joda, ¡ya van a ver cuando caigan! ¡Ya vamos a ganar!”.
Pero la esperanza dura hasta que dejan de escuchar, a lo lejos, el concierto de tiros. Entonces un oficial lanza sentencia lapidaria: “Ajá, se rindieron. ¿Y ahora, quién los va a ayudar?”.
Y van a dar al Cuartel San Carlos. Allí, a la mañana siguiente, se enterarían del “por ahora” del Comandante Hugo Chávez.
Estamos alzados
Al otro día, el Alto Mando militar se trasladó al San Carlos para restregarle su autoridad a los insurrectos capturados. Pero -cuenta Cabello- Blanco La Cruz los recibió con palabras que no daban pie a la humillación: “Aquí estamos en una rebelión militar, ¿ustedes no se han dado cuenta? ¡Estamos alzados, alzados!”
También el capitán Gerardo Márquez se puso de pie, dio un discurso y recitó un poema que Chávez le había escrito al catire Felipe Acosta Carlez, asesinado durante El Caracazo: “Quien lo mató no imagina lo que vendrá en adelante / ni la fuerza que ahora palpita dentro del alma de estos pueblos que tienen siglos con hambre / luchando a tambor batiente contra el invasor infame”.
“Eso nos subió la moral. Estábamos presos, rendidos, pero con la moral bien en alto. Claro, también había gente muy desconsolada porque no tenía información de nada, ni de la familia. Pero después empezó el descarte y al final quedamos encarcelados como 27 hombres del 4 de febrero”, recuerda Cabello, quien permanecería un total de 22 meses en la cárcel.
Cabello, con expresión grave, hace una pausa en el recuento y luego, con enfásis que acompaña su dedo índice, acota: “Ahí sí estábamos presos. Pero presos de verdad, sin medios de comunicación que nos defendieran. Una vez, mi esposa llamó a un periodista que en ese tiempo era de RCTV, Sergio Novelli, para denunciar los maltratos a que nos sometían en el Cuartel San Carlos, y él sólo respondió que no estaba autorizado para hablar de eso en el canal”.
Mientras tanto, en la cárcel los trataban como delincuentes comunes. Requisas, vejaciones, indignidades. Sin embargo, “nosotros sabíamos que éramos presos de conciencia y asumimos nuestra responsabilidad”. Esa convicción los llevó a negarse a firmar el auto de detención, hasta que llegó una carta de Chávez pidiéndoles que lo rubricaran para que el juicio siguiera y algunos pudieran salir en libertad. “(José) Vielma y yo fuimos los últimos en hacerlo”.
Los rebeldes de la cárcel
Entre barrotes, lo primero que hicieron los captores –asesorados por los gringos- fue una operación para bajar la moral de los rebeldes. La acción consistía en separarlos, soltar a unos cuantos, “premiar” a muchos de los que salían con cursos en el exterior, infiltrar oficiales “presos” para recabar información, interceptar las comunicaciones entre los retenidos para desbaratar todo afán de insurrección.
Las delaciones ocurrían por varias vías. Una de ellas, el párroco Carlos Porras, quien tomaba las cartas que se enviaban los rebeldes y las llevaba a la Dirección de Inteligencia Militar (DIM) antes de entregarlas a su verdadero destinatario. Gracias a eso, un día –sorpresivamente- liberan a Cabello.
“Todo el mundo se quedó sorprendido. ‘Sacaron a Diosdado, ¿qué pasaría?’ Yo recogí mis vainas y me fui. Pero claro, nosotros ya estábamos preparando la deserción de Raúl Álvarez Bracamonte y, en el fondo, temíamos que nos hubiesen descubierto”.
Cabello llegó a su casa, le dijo a su esposa que se fueran a las playas de Osma, en el estado Vargas. Y arrancaron. Estando en la costa “agarré un radio y me subí en una piedra a ver cuándo explotaba el rollo. Y coño, qué se yo, un par de horas más tarde, escucho: ‘Un capitán de la fuerza aérea…” La deserción de Álvarez Bracamonte se había hecho efectiva con la sustracción de un lote de armas de guerra y municiones. Era el 1 de marzo de 1992.

De regresó a Caracas, al edificio donde vivían en Petare, Cabello notó que había un carro raro y tipos extraños alrededor de su casa. “Esta noche me van a llevar preso”, le dijo a su esposa. En lo que entraron al apartamento empezaron a quemar todos los documentos importantes y resguardaron uno, que metieron bajo de la ropa de su primogénito, David.
A las 3:00 de la mañana, violentos golpes atizan la puerta. Una “visita domiciliaria”. Desde dentro del apartamento gritan que no van a abrir, que si quieren que tumben el pórtico, que los vecinos van a armar un escándalo, que les digan quiénes son. Cuando desde afuera logran romper la cerradura, todos los que entran llevan el rostro cubierto con pasamontañas.
Se llevaron libros, cosas, pero nada importante, porque eso lo había consumido el fuego. Los dejaron en el apartamento, pero Cabello sabía que volverían por él. Y así fue. Pocas horas más tarde estaba en los sótanos de la DIM, donde permaneció 19 días preso, solo y comiendo un mismo plato para desayuno, almuerzo y cena: arroz, tajadas, chuleta y café con leche.
“Uno no sabía cuál era desayuno o la cena. Siempre lo mismo. Pero yo he tenido buen dormir, así que no tenía problema con eso. A veces era fácil descubrir qué hora era, aunque no viera el sol, por la cara de los interrogadores. Me sacaban de la celda y cuando veía a los tipos, yo me decía: ‘son como las 3:00 de la mañana’ ¡Estaban clavándose!”, dice riendo mientras emula un rostro de trasnocho.
Después lo llevaron una vez más al cuartel San Carlos. Allí los rebeldes fueron separados y enviados a distintos destinos: Yare, San Carlos y Fuerte Tiuna. A él, como a todos los tenientes, lo mandaron a ese último cuartel.
Cabello recuerda que, en esos primeros días post-rebelión, recibieron las más insólitas ofertas de gorilas de todo tipo, como los carapintadas de Argentina, que dirigía Mohamen Alí Seineldín. “Hasta Peña Esclusa hizo contacto con nosotros. A todos ellos los corrimos”. La lógica de aquellos años era de un simplismo absoluto: “se alzaron unos militares, luego, son de derecha”.
Por otra parte, padecieron el ataque feroz de la “izquierda intelectual” que nunca entendió el fenómeno Chávez. Para Cabello, eran grupos conformados por envidiosos y frustrados, y en breve lista apunta los nombres de Pompeyo Márquez, Américo Martín y Teodoro Petkoff. “Muy valientes ellos, con su fama de delatores de los grupos guerrilleros de izquierda. Pensaron que el Comandante se iba a subordinar a ellos. También me acuerdo que Pablo Medina decía que la Revolución tenía dos jefes: el jefe militar, Chávez, y el jefe civil, que era él. ¡No, señor! ¡Vaya a lavarse ese chaleco! Aquí el único jefe siempre ha sido Chávez”.
Pero el reproche más increíble fue el de su madre, Felicia. Un día lo llama para preguntarle: “Diosdado, ¿por qué me hiciste esto?”.
“Le respondí que los culpables habían sido mi papá (Adrián Cabello) y ella (Felicia Rondón), porque en mi casa nunca faltó el apoyo al enfermo y cuando ella veía a alguien sin camisa, iba y le regalaba una. Le dije: ‘¿tú tampoco te acuerdas que mi papá también recogía comida para llevarle a los waraos de La Morrocoya?’. Yo soy eso”.
Cabello sonríe. Se palpa un párpado. Y recuerda más. En la casa de los Cabello Rondón, en El Furrial, Monagas, estaba el único televisor que había en el pueblo y cada tarde una parranda de veinte muchachos iba a ver las comiquitas. La señora Felicia preparaba comida para todos.
Lo cuenta y se ríe al recordar que un día chocó con el televisor, un Telefunken indestructible que ni se movió y le dejó la cicatriz que muestra, como una herida de guerra, en el párpado superior izquierdo. “La tengo aquí, ¿ves?”, remata señalando con el dedo índice.
El mismo Chávez
En Fuerte Tiuna siguió la conspiración. Con planes locos la mayoría de las veces, contenidos una y otra vez por el Comandante Chávez, “que siempre se negaba porque sí sabía qué era lo correcto, siempre supo. Tuvo la razón”. Los otros presos le enviaban cartas para pedirle orden de irse a las montañas, a la lucha armada, o que autorizara asaltos para robar municiones: “Unas vainas locas”, admite.
Pero la serenidad, la estrategia y el liderazgo siempre fueron las cualidades de Chávez. “Y se solidificó aún más cuando dijo: ‘Yo me voy hasta las catacumbas con el pueblo’. Él estaba decidido. Le ofrecieron embajadas, puestos, candidatura a alcalde, no sé qué cosa, y jamás aceptó. Lo que pasa es que no tuvieron la suerte de conocerlo de capitán en la academia. El mismo Chávez”.
De capitán en la Academia. Porque allí fue que se formó. Allí comenzó a ejercer su liderazgo.
Larguirucho, de unos treinta años, en 1984 llegó el capitán Chávez a la Academia como director de la oficina de deportes y comandante de la compañía del curso militar, el cuarto año, al que bautizó “Los centauros” en honor al general José Antonio Páez. Patria o muerte, mandó a poner en la bandera que portaba el grupo.
Cabello logró entrar al selecto grupo de los pupilos de Chávez gracias al catire Acosta Carles, quien comenzaba a meter gente en el movimiento, y también porque pertenecía al equipo de béisbol. Así empezó el vínculo.
Aclara Cabello que él no era de Los Centauros de la promoción del 85, "como dice en un libro por ahí", pero sí fue pupilo de Chávez. “Y eso era muy riesgoso. Él era incisivo, se metía en las guardias de fin de semana y eso era eterno. Nos ponía a estudiar, y una formación desde las 5:00 de la tarde podía extenderse fácil hasta la 1:00 de la madrugada para hablarnos de la patria, de Bolívar, de Páez. Nos decía: ‘Hay tiempo y hay comida’. Eso sí, cuando tenía que defendernos, nos defendía”.
Una vez, en un juego de béisbol, le metieron un pelotazo a un compañero y se dio una trifulca entre los equipos, con el veguero de Sabaneta de primero. Arrestados todos cuando llegaron a la academia. “Él se quedó con nosotros, porque Chávez daba el ejemplo siempre, con todas las limitaciones de un ser humano, como todos nosotros”.
“Es que no tuvieron la suerte de conocerlo en la academia”, repite y mira directamente a los ojos. Así, parece decir, como se tiene que ver a la gente, como Chávez lo hacía para “ser capaz de entender a distancia y saber cuándo llamarlo, cuándo recompensarlo, cuando aflojar, cuando apretar. Era intransigente ante la excusa, pero cuando uno asumía una responsabilidad, eso para él tenía un valor”.
“Chávez es incomparable y lo único malo que tenía era su gran corazón, un corazón demasiado grande, una capacidad de perdón que no la tenía nadie. Hay políticos que dicen que él fue el más claro y prudente de los políticos porque nunca expuso a su pueblo: 4 de febrero, ‘por ahora’; 11 de abril, ‘prefiero entregarme yo’. Chávez era un estratega, un visionario, manejaba las cosas con pulso”.
Otra rebelión fallida
El 27 de noviembre de ese mismo año de 1992, insistirían en terminar de derrumbar los débiles cimientos del gobierno de Pérez, asido apenas “de una hilacha, porque hilo constitucional es mucho decir en esta mengua”, como escribiera el dramaturgo José Ignacio Cabrujas en la época.
El pertrecho de armas y municiones entró de múltiples formas a Fuerte Tiuna, generalmente por la argucia femenina. La esposa de Cabello llegó a meter cinco granadas en una piñata de cumpleaños del hijo, y cargas enteras de C-4 en las patas de la sillita del bebé.
Cuenta Cabello que una abogada, Virginia Contreras, hoy férrea opositora a la Revolución, le hizo llegar una pistola 9 mm que enviaba un compañero preso en el San Carlos. El encuentro fue en una pequeña salita de la cárcel, fingiendo ella que sería su defensora en el juicio.
Con una señal y la cara rubricada por el pánico, la abogada le hizo saber que el arma estaba en su bolso. Él, que andaba en traje de hacer ejercicio, hurgó la cartera, encontró el artefacto, lo metió bajo una correa que tenía puesta a nivel del pecho y del otro lado colocó las cargas. Acto seguido, se subió el suéter y continuó hablando con la atractiva abogada, atributo que serviría para distraer al oficial que los custodiaba en la entrada.
Ella, en efecto, ya de salida, se acercó al oficial para pedirle que por favor le revisara su carro, que supuestamente había sufrido un “desperfecto”. “¡Al tipo se le salieron los ojos!”, se carcajea Cabello.
El asunto iba perfecto hasta que Cabello se despide y le da la mano al oficial. El gesto hace que se suelten los dos cargadores, que habían quedado flojos en la correa. En ese segundo, cerró los ojos esperando el estrepitoso sonido en el suelo. Pero no ocurrió. La elástica de su mono deportivo los sujetó. Caminó hasta la celda sintiendo que la suerte estaba de su lado.
Pasaban los días y ellos iban sacando cosas de la celda sin que los custodios se dieran cuenta, sustituyendo artefactos domésticos por armas y municiones. El 27 llegó y, con él, otro fracaso. Alzados dentro de la misma cárcel, apertrechados en su celda, donde estaba el C-4, Vielma y Cabello resistieron unos días más.
“Llegó una bandada de policías militares y guardias a meterse en nuestra celda y me encontraron a mí con un par de cables. Les dije: ‘Miren lo que hay ahí. Voy a conectar esto y nos vamos a volar toditos aquí’. Cuando vieron la colmena gigante de C-4, se echaron pasito a pasito hacia atrás. Estuvimos resistiendo como cuatro días, hasta que alguien les dio la llave y entraron mientras nosotros estábamos durmiendo. Nos entramos a golpes”.
La sazón de la Revolución
En la prisión de Fuerte Tiuna eran una tenientada que no le paraba a nadie. Con la fama de alzados y revoltosos a cuestas, les tenían siempre el ojo puesto. Se arriesgaban en parte porque, dice Cabello, “no teníamos nada que perder. Ya estábamos presos”.
Pero en esos días, la cotidianidad no sólo transcurría entre planes de fuga o asaltos, también implicaba tareas domésticas como cocinar. Un arte que –según Motta Domínguez y la propia esposa de Cabello- se le da muy bien al hoy presidente del Parlamento. “Aprendí en la cárcel y por la necesidad, porque Marleny no cocinaba”, dice el aludido, no sin un dejo de presunción.
La cosa fue así. En la cárcel hacían dos turnos: Miguel Rodríguez Torres, hoy ministro de Interiores, Justicia y Paz, cumplía el de la mañana, y Cabello montaba guardia en la noche. En el horario matutino, el que estaba despierto veía programas de cocina y anotaba todas las recetas.
“Miguel es un tipo muy ordenado. Cuando salimos de la cárcel nos allanaron y encontraron el recetario, pensando que sería algún plan conspirativo en clave, y se lo llevaron para la DIM. Después que ganó mi Comandante empezamos a desclasificar documentos y encontramos las recetas. Yo las mandé a empastar y le dí un ejemplar a Miguel, con un título en la portada: La sazón de la Revolución. Él se quedó sorprendido. Esas cosas todavía nos pegan. Uno recuerda eso y le pega”.
Motta Domínguez dice que también ha aprendido a cocinar con las recetas de Cabello, pero éste riposta: “Qué va, él no cocina nada. Lo que hace es picar”.
Sin vuelta de hoja
Al salir de la cárcel, Diosdado Cabello decidió que se iba con su familia. Número uno de su promoción, graduado en el Instituto Universitario Politécnico de las Fuerzas Armadas Nacionales (IUPFAN), con un postgrado y una empresa propia, le fue bien.
“Me fue tan bien que ya había entrado a Petróleos de Venezuela (Pdvsa) como contratista, sin apoyo de nadie”, comenta cuando el avión empieza a descender hacia Maiquetía.
Pero un día, en Maturín, a finales de 1997, su esposa le dijo: “Por allí anda el Comandante. ¿No vas a ir a verlo?”. Él respondió que no y ella insitió: “Pues haces mal, deberías estar acompañándolo”. Y fue a su encuentro, plenamente consciente de lo que significaba volver a estar al lado de Chávez. Esta vez, sin vuelta de hoja.
“Me acordé de aquel día en Los Monolitos cuando ella me dijo ‘haz lo que tengas que hacer’. Fue igual en ese momento. Me fui y en octubre emprendimos la campaña. Andábamos con él, comiendo pan con queso y Frescolita. Carlos Aguilera y yo nos gastamos toda la plata que teníamos, porque mi Comandante no le aceptaba dinero a nadie. Las tarjetas ya rebotaban por todos lados. Miquilena a veces tardaba tanto en pasarnos recursos, que nos molestábamos y, rebeldes al fin, le decíamos que se metiera la plata por el bolsillo. Era una falta de respeto”.
Conocido por su verbo cáustico, la fama de Cabello siempre ha sido –entre adeptos y detractores- la de un hombre que confronta, que no se calla, uno que en varias oportunidades le ha dicho a los voceros de la derecha: “Ustedes no saben quiénes somos nosotros, nos siguen subestimando”.
El avión ya casi toca tierra y él escucha la pregunta: ¿Quién es usted, entonces?
Sorprendido, busca la mirada de Motta Domínguez y le rebota la interrogante: “¿Quién soy yo, Luis?”. Sonríe.
“No hay forma de cambiar lo que yo pienso de mí, de lo que yo soy capaz de hacer por lo que pienso, por lo que creo. No hay manera, no hay forma. Uno asume niveles de riesgo con convicciones claras, por lo menos yo los he asumido, y me ha ido bien. Yo no sé hasta dónde es capaz de llegar la oposición, ahorita que andan vueltos locos amenazando al compañero Nicolás Maduro, pero yo sí sé lo que soy capaz de hacer por defender la Revolución. A mí se me va la vida aquí. Mi familia lo sabe, mis hijos lo saben, porque lo hemos discutido. Y esto no es una bravuconada”.
Cabello, el mismo que militó en Bandera Roja en su juventud, el que participó en la insurrección del 4-F, el que acompañó a Chávez en su campaña, el que le entregó el poder al Comandante tras el golpe de 2002, el que cargó el féretro del gigante de Sabaneta después del fatídico 5 de marzo de 2013, dos días después de haber perdido a su madre. El que hoy dice que no, que no hay marcha atrás, y que su labor es la de apoyar al presidente Maduro desde la trinchera que sea.
“El día que ellos (la oposición) intenten algo, si yo soy el último soldado con la bandera, seré el último soldado con la bandera. Los voy a enfrentar en el terreno que sea, porque son los mismos traidores al pueblo. La tarea que empezó mi Comandante no ha terminado, y yo no tengo vuelta de página. Y no porque no tenga opción, sino porque no quiero. Yo estoy consciente, contento de la decisión que tomé desde que era un muchacho, antes de entrar a la Academia Militar”.
Lo más fácil después de la muerte del líder de la Revolución Bolivariana, dice, hubiese sido retirarse y claudicar. Pero esa no es una opción para quien escogió la lucha como modo de vida. “Esa imagen del 8 de diciembre (de 2012) con Chávez, Nicolás a un lado y yo del otro, es más que una imagen, es un destino. El Comandante me dijo: ‘Dale, Diosdado’. Y aquí estaré, hasta que el cuerpo aguante”.