Hubo jefes militares que, no estando implicados en la intentona del 23-F,extremaron la prudencia en las primeras horas del golpe por temor a ser arrestados o ejecutados, como les había sucedido a muchos de los que no secundaron la rebelión de julio de 1936. Ni el teniente general Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno, ni Adolfo Suárez, jefe del Ejecutivo, estaban hechos de esa pasta. El golpe les cogió a ambos en el Congreso y no se pusieron a resguardo, sino que se enfrentaron a la vociferante soldadesca del
(entonces) teniente coronel Tejero.
Gutiérrez Mellado salió del escaño y se fue hacia el jefe golpista, conminándole a que le entregara la fuerza (que se rindiera, diríamos en términos civiles). Por supuesto, Tejero no atendió la orden y trató de derribar al teniente general, sin conseguirlo. Varios de los guardias comenzaron a disparar y todos los que estaban en los escaños y tribunas se lanzaron al suelo: excepto el líder comunista, Santiago Carrillo, y el propio Suárez, que permanecieron sentados, mientras Gutiérrez Mellado se quedaba de pie frente a los que disparaban.
Suárez, entrenado psicológicamente para enfrentarse a terroristas, se puso en pie y exigió hablar con el jefe de la fuerza. Varios guardias le gritaron: “¡Retírese! ¡Silencio!”, y otro acarició su metralleta: “¡Al próximo movimiento se mueve esto, eh!”. Suárez bajó un par de escalones desde su escaño, reivindicando su autoridad como presidente del Gobierno. De inmediato, gritos histéricos de los sublevados: “¡Señor Suárez, se siente! ¡Se siente, coño!”, y otros: “Qué, ¿te crees el más guapito?”. Tejero ordenó el encierro de Suárez en un cuarto aislado, bajo estrecha vigilancia y separado no solo de los que estaban en el hemiciclo, sino del salón donde quedaron recluidos Gutiérrez Mellado, Felipe González, Santiago Carrillo y el entonces ministro de Defensa Agustín Rodríguez Sahagún.
No pudo hacer más de lo que hizo. Tuvo que pasar las 18 horas del golpe como un prisionero del teniente coronel sublevado. Todavía lo intentó una vez más frente al propio Tejero, que en medio de la madrugada le encañonó con su pistola al verle hablando con una colaboradora, a lo que Suárez respondió levantándose del asiento y diciéndole al golpista: “¡Cuádrese!”. Pequeños gestos simbólicos. Más importantes fueron las decisiones tomadas horas más tarde en la Junta de Defensa Nacional, cuando Suárez dio órdenes de arrestar al general Armada frente a las dudas del general José Gabeiras, jefe del Ejército, que buscaba con la mirada la opinión del Rey, y Suárez tuvo que imponerse nuevamente: “No mire usted al Rey, míreme a mí”. Armada fue arrestado en las horas siguientes, lo mismo que Milans del Bosch y otra quincena de jefes militares muy implicados en la intentona.
Todo lo que hizo Suárez en el 23-F fue meritorio. Cuantos han ensalzado su actitud valerosa lo hacen porque demostró un arrojo personal que los españoles aprecian mucho, sobre todo tras conocer todos los detalles de la cantidad y calidad de los adversarios a los que había tenido que enfrentarse durante la Transición, incluidas las múltiples conspiraciones militares y político-militares tejidas contra él y contra el régimen democrático nacido de las elecciones y de la Constitución. No pudo evitar el golpe del 23-F, del que no tuvo información alguna, pero tampoco estuvo dispuesto a consentir que la historia dijera de él que no se comportó dignamente frente a un levantamiento militar.
EL PAIS