En la celda con el "Pablo Escobar" peruano
Botas, pantalones vaqueros modelo Armani, cinturón entero de plata, cazadora azul oscura con capucha rematada en piel y corte de pelo, muy blanco, de marine. El narcotraficante Demetrio Limonier Chávez Peñaherrera, alias «Vaticano», camina solo. Mide 1,75 y pronto cumplirá 58 años. A su derecha se levanta el muro del Pabellón B-1 de presos de máxima peligrosidad del Penal Miguel Castro Castro, en la barriada limeña de San Juan de Lurigancho. A la izquierda, en el patio, lejos de él, los reclusos reciben las visitas de sus mujeres. Ninguno levanta la vista.
Es miércoles. Nadie se atraviesa en el camino de, posiblemente, el preso más poderoso de la cárcel. Ni siquiera los terroristas de Sendero Luminoso, la guerrilla maoísta más sanguinaria de la historia de Iberoamérica, dan un paso al frente. «El loco», «Sadán» o «Al Capone» —otros de sus sobrenombres— camina con el aplomo de John Wayne en una del Oeste, aunque su película favorita es «El padrino». Quiere que Mario Puzo (fallecido en 1999) escriba el guión de la historia de su vida y llevarla al cine. «Usted podría hacer el contacto», solicita.
Su biografía tiene todos los ingredientes para un best-seller que el escritor y periodista Hugo Coya tiene previsto publicar a fin de año. Pero «Vaticano», la versión peruana de Pablo Escobar, sueña con Hollywood. Michelle Alexander, la reina de los culebrones locales, ha firmado los derechos para una miniserie de televisión que se emitirá en Perú. Ellos dos y su familia son los únicos con los que, en sentido figurado, «Vaticano» se confiesa. En dieciocho años de reclusión (fue condenado a 25) hace una excepción con ABC, primer medio de comunicación extranjero que lo entrevista.
Negocios con Pablo Escobar
En enero de 1993 «Vati», como le llaman con sumisión los guardias de Castro Castro, fue detenido en Colombia. Interpol lo buscaba por todos los rincones del globo. Se trataba del mayor narcotraficante de Perú, primer país del mundo en exportación de cocaína (unas trescientas toneladas al año). Demetrio Limonier, el peruano que salió de Saposoa, un pueblo perdido en la selva del Amazonas, fue el único «capo» que pudo operar con el cartel colombiano de los Rodríguez Orejuela y el de «Pablito Escobar, mi amigo, aunque trabajamos solo seis meses», recuerda.
La entrevista se celebra en su celda. El cuarto, a diferencia del resto de las instalaciones, está recién pintado. Hay ducha y lavabo independiente. En la pared de la puerta, sobre los barrotes de hierro, se superponen dos placas lacadas en blanco. Enfrente, en una estantería de madera —de la que reniega porque es de un recluso que no aparece en ningún momento— hay una televisión llena de calcomanías de Blancanieves, Winnie de Pooh y Mickey Mouse. Entre esta y la cama se abre espacio una mesa con un cristal en óvalo sujeta por la escultura de una mujer desnuda. «Vaticano» comenta que «representa a la ninfa Calipso (La Odisea) Fue un encargo». No aclara quién la ha esculpido, pero, según la tradición, en Castro Castro los terroristas de Sendero Luminoso, organización maoísta que asesinó a más treinta mil personas hasta principios de los 90, suelen ser especialistas en tallas. A ellos, al ex presidente Alberto Fujimori y a su brazo derecho y cómplice, Vladimiro Montesinos —ambos entre rejas— , «Vaticano» les dedica los mayores insultos. «Perú era un “narcoestado”. Yo formaba parte del sistema y asumo mi responsabilidad. No como esos criminales que ahora piden por sus derechos humanos porque están asustados…Tienen miedo a morir. ¿Yo?, yo no», garantiza.
El rey de la coca, con la bendición de Montesinos, construyó en Campanilla, localidad amazónica del Alto Huallaga, la pista de aterrizaje con mayor tráfico de avionetas de narcos del mundo. Día y noche despegaban las suyas y las de más de quince cárteles. «Le pagaba a Vladimiro 50.000 dólares todos los meses», recuerda. Con el Rasputín del régimen fujimorista hizo negocios, compartió fiestas y orgías hasta que cayó en desgracia y le echaron el guante. Deportado a Perú, «El loco Vaticano» terminó encerrado en la Base Naval del Callao, el Alcatraz del Pacífico latinoamericano. «Me colocaron un casco oscuro. Sentí cómo una aguja me traspasaba la cabeza... No recuerdo nada más, pero algo me hicieron», observa antes de pedir permiso para llevar el anular a la coronilla, donde, como recuerdo, tiene un hoyo del tamaño de la yema del dedo. En ese punto se palpa que le falta un trocito de hueso, un rasgo clásico de las craneotomías, una especie de ventanillas abiertas quirúrgicamente.
Lo que fuere que le hiciesen a «Vaticano» se ejecutó entre la primera audiencia del juicio, en la que denunció la complicidad del todavía todopoderoso Montesinos, —«hoy encerrado en mi misma celda sarcófago de El Callao», celebra—, y la siguiente, donde, para salvar la piel, se retractó. La prensa publicó entonces que el detenido pasó de ser un hombre despierto y de buena memoria a un sujeto «con aspecto de drogado».
En sus tiempos de Campanilla, cuna del tráfico de droga, «Vaticano» llevaba colgada una cápsula de láudano con cianuro porque sabía lo que le esperaba si Sendero Luminoso lo atrapaba. Dice que intentaron pactar con él y se negó. Entonces fue testigo de un hecho inolvidable: «A un hombre le colocaron un hierro en la sien y se lo atravesaron a golpes de martillo. Después, con forma de mortaja, le ataron un alambre hasta la barbilla. Giraban de los extremos del hierro, como si fuera un torniquete, para que escupiera la lengua». La escena le sirve para explicar que se alió con las Fuerzas Armadas con un doble objetivo: «Acabar con el terrorismo. Mantenía a doscientos soldados, les pagaba el uniforme y hasta las prostitutas»; y a cambio, «mi ejército —recalca para dejar claro que sentía que era su propietario— cuidaba la pista y los cargamentos», de cocaína.
«Vaticano» no permite interrupciones ni tomar apuntes. Durante una hora es él quien pregunta, habla y cuenta lo que quiere. Lo hace de forma pausada, sin subir el tono ni pronunciar una sola grosería. Todo cambia después de recibir en su móvil la llamada de una mujer. Los teléfonos, en teoría, están prohibidos, pero... Ahora cuenta su venganza con los «senderistas». Al que atrapaba lo barnizaba, desnudo, con agua y azúcar. Después «le arrojaba hormigas Isula para que hablara. Son venenosas, pero no mortales», matiza. También conocidas como «hormigas balas», miden unos tres centímetros y su mordedura se siente como si te atravesara un proyectil.
«Vaticano» se movía por el mundo como si fuera un empresario de café. Utilizaba un nombre, «Camilo Ferrer Picasso, para parecer importante», explica. El apellido del pintor malagueño, como el de unos banqueros peruanos, lo incorporó después de que un lugarteniente le jurase que Picasso era autor de la Mona Lisa. Con dinero a raudales —se estima que entre 1990 y 1992 amasó más de doscientos millones de dólares—, abrió concesionarios de automóviles, inmobiliarias, centros comerciales, compró departamentos y fincas y se coló en las revistas del corazón en compañía de las artistas y vedettes del momento.
Fan de Camilo Sesto y Perales
No conoce España, pero le gustaba y le gusta la música «de Camilo Sesto y de José Luis Perales». En aquellos tiempos, «Ferrer Picasso» era un nuevo rico más de la sociedad limeña y todo un personaje en Cali. En ambos países tenía un arsenal de armas. Pero él usaba la R-5. «Es pequeña, desplegable y con culatas telescópicas», explica. «De pistolas —aclara—, la Prietto Veretta láser con silenciador y la six hour».
La relación entre él y Montesinos fue tan estrecha que acudió a su 38 cumpleaños. «Le gustaba la música griega y beber Dom Perignon… Tenía doble filo (bisexual) y en aquella fiesta —ilustra— intentó agarrarme dos veces el falo». Demetrio Limonier, también conocido como «El duro», hoy reniega de «la frivolidad». Le gusta citar a Homero y a Sócrates y dejar claro que no es cualquiera. «Tengo educación etílica. En whisky, por debajo de etiqueta negra o Chivas de 25 años es veneno. En champán mi favorita era Cristal», la botella con celofán antirrayos UV y etiqueta de oro. Su precio de mercado, la corriente, es de unos 160 euros, y en restaurantes puede rozar los 700.
Pero eso, asegura, son recuerdos para él. Ahora, insiste en que su fortuna se esfumó y jura, pese a los informes policiales de Colombia y Perú, que «solo» ganó «veinte millones de dólares».
CARMEN DE CARLOS / PENAL DE MIGUEL CASTRO CASTRO (LIMA)
ABC