Hace unos meses, en un restaurante de alta gama inaugurado en mi ciudad natal, me trajeron a la mesa un platito con pieles de naranja y limón, y alguna cosa más que no recuerdo, "para aromatizar el agua".
El otro día, un conocido habitual a cenas en las casas más elegantes de Madrid subrayaba que en una de las últimas a las que había acudido se ofreció a los comensales, al final, un vaso de agua helada con una rodaja de limón.
He de reconocer dos cosas: que, para mí, no hay nada que quite la sed como un vaso de agua fría. Y que la mejor manera de evitar la "inocencia" del agua es el limón. Pero me temo que necesitaría algo más que una rodaja. Muchas noches, en casa, tengo sed. Voy entonces a la cocina, exprimo medio limón y mezclo ese jugo con un vaso de agua. Perfecto. Ah, por supuesto, ni azúcar ni otras zarandajas.
Pasan cosas con el agua, últimamente. He leído noticias sobre visionarios que prometen no sé cuántas maravillas para la salud... si se acostumbra uno a beber uno o dos vasos de agua salada, de mar, al día. Qué quieren que les diga: me viene a la mente la escena de la locura de un marinero del "HMS Bounty" a causa de beber agua de mar por las limitaciones establecidas al consumo de agua dulce por el teniente Bligh (hablo de la versión cinematográfica interpretada por Trevor Howard y Marlon Brando). Además, recuerdo las muy desagradables sensaciones gustativas que me produce un sorbo accidental de agua de mar y... no, gracias.
Hemos pasado en relativamente pocos años de pedir (y obtener) por favor un vaso de agua a enfrentarnos a una sofisticadísima carta de aguas en ciertos restaurantes. Y no se trata de las preguntas habituales de "¿fría o del tiempo?" (esto ya no lo pregunta nadie) y "¿con gas o sin gas?", sino de una oferta de aguas de lo más exóticas.
Hace años, también, cuando uno salía a pasear y tenía sed lo que hacía era acercarse a alguna fuente pública y beber agua. Cuando se iba al monte, al campo, uno de los placeres de la excursión era hallar un manantial de aguas frescas y cristalinas, o un arroyuelo cantarín que baja las aguas de la montaña.
Hoy lo primero que le dicen a los que van de excursión es que no se les ocurra beber de esas aguas, que vete tú a saber la cantidad de "cocos" que pueden contener y llevarnos a unas diarreas monumentales.
Por lo menos, en la Edad Media se escribían guías en las que se explicaban las aguas de la ruta. Es modélica la del "Liber Peregrinationis", de Aymeric de Picaud, inserta en el "Codex Calixtinus". En ella, el monje nos habla de lo que se come en cada zona que atraviesa el Camino de Santiago, de si hay o no vino y si es bueno... y de si se puede o no beber el agua de los ríos y torrentes que el peregrino encontrará en su viaje.
Y es que, aunque hoy haya quienes no se lo crean, durante mucho tiempo fue mucho más peligroso para el organismo beber agua que beber vino. Se ha tratado de desinfectar el agua de mil maneras, entre ellas, por supuesto, con la adición de ácidos como el cítrico. Ahí tienen ustedes un antecedente de esta última moda del agua con limón, que ahora se facilita para refrescarse tras una buena cena.
Ciertamente, refresca, aunque el aroma a limón sea casi imperceptible. Y, si tiene usted que regresar en auto a su hogar, tiene una ventaja: no da positivo en el alcoholímetro. Así que... bienvenida el agua con limón.
EFE