“No quiero que nadie pase por esto”
Se ha delineado los ojos. Así, ribeteados de negro, parecen más grandes y más despiertos. Destacan su palidez. Es algo coqueta, lo reconoce, pero cuenta que esa es una forma de distraer el tiempo. Con una pequeña sonrisa huidiza muestra que hace dos días se pintó las uñas de color marfil, aunque el esmalte ya clarea. “Me siento mejor, pero quiero irme a casa con mi hijo, con mi marido”, dice uniendo las manos. De las muñecas le salen dos cables conectados a una máquina que no deja de emitir pitidos. Beatriz ya se ha acostumbrado a su ritmo constante. Lleva dos meses hospitalizada en la maternidad de San Salvador. Y 14 largas semanas litigando con el Estado salvadoreño para que le permitiese interrumpir un embarazo que ponía en riesgo su vida. Una gestación de un feto, además, con nulas posibilidades. El lunes, los médicos le practicaron una cesárea que puso fin, en parte, a su sufrimiento. La hija que esperaba nació anencefálica (sin cerebro) y con anomalías gravísimas, como los expertos habían diagnosticado. Solo sobrevivió cinco horas.
Un día le empezó la comezón en los pies, pensó que le había picado un bicho, pero luego se le hincharon demasiado. “Hubo un momento que no podía ni usar zapatos”, cuenta Delmy Cortés, su madre. Le diagnosticaron lupus y, como no podía trabajar, se marchó a vivir con su abuela, a otro pueblo. “Solo tenía varones con ella. Me fui para hacerle las cosas, para ayudarle...”, explica Beatriz. Allí conoció al que luego sería su marido, empezaron a salir, se unieron y tuvo a su hijo. De eso hace 14 meses. Otro embarazo de riesgo, aunque menor. Tras la cesárea estuvo en cuidados intensivos 40 días. Y el crío otro tanto. “Nació bien chiquito, cansadito... Tenía miedo de que se me muriera”, cuenta.Tal vez si hubiera podido pagárselo, hubiera salido del país; como tantas otras. Pero es una joven de origen humilde. Nació en Jiquilisco (sureste del país) y es la mayor de cinco hermanos. Su madre, que la tuvo con apenas 18 años, se quedó sola al cuidado sus hijos cuando su marido se fue. Se dedicaba a la tierra, a hacer comida, a lo que salía. El dinero, desde luego, no sobraba. Cuenta Beatriz que no quiso fiesta de los 15 años —tradición en los países americanos—. “Es muy costoso… Mejor una cena en casa con la familia”, explica encogiéndose de hombros. Y así fue. Ni vestido nuevo. Ni música. Ni luces. “Pero estuvo bien”, sonríe. Poco después de aquella velada, dejó la escuela y se puso a trabajar. Primero en el campo, luego limpiando edificios en otra ciudad; y luego otra vez en los cultivos de milpa —maíz, frijol, calabaza—.“Estoy triste porque murió. Pero ya dijeron que no iba a vivir… Ya lo sabían, que no venía bien, que no traía cerebro… Yo les dije que mejor me lo sacaran, pero han esperado mucho y ha sido peor”, dice con voz muy suave. Es tímida, muy escueta, y tumbada en la cama, con una batita rosa y rodeada de cables parece aún más menuda. Aparenta muchos menos de los 22 años que tiene. Pero esta mujer y su lucha judicial para salvar su vida han revolucionado a El Salvador y han puesto a este país centroamericano en el foco internacional. “Yo no quiero que nadie pase por esto… Si le ocurre a otra, pues se muere”, apunta directa. Su país no permite la interrupción del embarazo, por ley, bajo ninguna circunstancia; ni siquiera cuando la salud de la mujer corre un gran riesgo. Y ella lo corría. Padece lupus eritematoso y problemas renales graves, patologías que se agravan con el embarazo, y que con antecedentes pueden causar complicaciones fatales.
Pero a Beatriz, la política y los jueces no le importan. Ahora que ha pasado todo solo piensa en salir del hospital. Lo primero que iba a hacer era llevar a su niño al río, de excursión; ahora quiere ir al mar. Y mejorar para poder comer chocolates. Le encantan.Está incómoda. Lleva demasiado tiempo tumbada y le duele el cuerpo. Cambia de postura y explica con los ojos alegres que le apasionan los niños. “Son bien bonitos”, dice. Siempre ha cuidado de sus hermanos y su hijo es su ilusión. Quería darle una hermana, pero cuando empezó a sentirse mal y fue al hospital lo hizo pensando que tenía un brote de su enfermedad. Allí le dijeron que estaba embarazada. El riesgo, le explicaron, era altísimo. Preguntó si podía hacer algo, si había opción de interrumpir el embarazo —“Y si me moría... ¡mi hijo se queda solo!”—, pero le informaron de que no se podía; de que la ley lo prohíbe. Fue entonces cuando, a través de conocidos de conocidos, entró en contacto con la Agrupación para la Despenalización del Aborto. Sus abogados la han ayudado en todo el proceso legal, que ha llegado, incluso, a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
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