El deshielo entre Washington y La Habana rubrica uno de los meses más fructíferos del demócrata Barack Obama desde que llegó a la Casa Blanca en 2009. Contra muchos pronósticos, la derrota del Partido Demócrata en las elecciones legislativas del 4 de noviembre no lo convirtió en un pato cojo, el término que en la jerga de Washington designa al presidente que, en su última etapa, pierde influencia y capacidad de maniobra. En política de INMIGRACIÓN, en el cambio climático y ahora con Cuba, las decisiones del presidente revelan que su audacia sigue intacta. El legado no está escrito.
El mes más activo de Obama comenzó con un viaje a Asia —todavía bajo la conmoción por la humillación demócrata en las urnas y la pérdida del Senado— y el acuerdo con China para reducir las emisiones de gases contaminantes. Está por ver cómo se aplicará el acuerdo, pero la alianza de los dos principales emisores —las dos potencias mundiales— era la primera señal alentadora en años en política medioambiental.
Al regresar de Asia, Obama anunció una regularización temporal de hasta cinco millones de INMIGRANTES sin papeles, que evitarán la deportación y accederán a un permiso de trabajo. En un país con más de diez millones de indocumentados y con unas leyes migratorias enrevesadas e ineficientes, las medidas de Obama representan el primer intento serio, en años, de abordar el problema.
Y ahora Cuba. El intercambio de presos inicia el deshielo con La Habana y permite acabar con una de las anomalías de la política exterior norteamericana. El restablecimiento de las relaciones diplomáticas, interrumpidas hace 53 años, es una de aquellas decisiones que definen el lugar de un presidente en los libros de historia, como los acuerdos de Camp David con Jimmy Carter o el acercamiento a China de Richard Nixon.
Las tres decisiones —cambio climático, reforma migratoria y deshielo cubano— tienen algo en común: son acciones unilaterales, decisiones del presidente sin tener en cuenta al Congreso. Obama ha sabido usar el margen escaso que dejaba un Congreso adverso para hacer política y demostrar, como reclamaba otro demócrata, Lyndon B. Johnson, en vísperas de la adopción de las leyes sobre derechos civiles, que la presidencia sirve para algo.
Quizá, como decía The Washington Post el fin de semana, Obama ha tenido “el peor año en Washington”. Pero no un mal mes. Las turbulencias en la Rusia de Vladímir Putin le sirven para reivindicar la efectividad de las sanciones en respuesta a las incursiones rusas en Ucrania. Y las negociaciones con Irán —impulsadas bajo el mismo principio que las de Cuba: hay que hablar con el enemigo— siguen abiertas. Parafraseando la frase atribuida a Mark Twain, las noticias sobre la muerte (política) de Obama eran exageradas.EL PAIS