Brasil, la quimera del oro negro
El aspecto desértico que presentan el aparcamiento y los pasillos del único centro comercial de Itaboraí es una perfecta metáfora del desmoronamiento que padece esta localidad a 50 kilómetros de Río de Janeiro. Apenas medio centenar de automóviles se reparten un parkingcon capacidad para 1.000 vehículos, mientras un hotel, una facultad, 160 espacios comerciales, 10 salas de cine y una zona de restaurantes que puede albergar un millar de personas completan un área prácticamente vacía.
“Apenas llegamos al 60% de la cifra de negocio planeada”, explica Sharline Oliveira, dueña de un salón de tratamiento de uñas situado en el centro comercial. Durante la media hora que dura la entrevista, sus seis trabajadoras aguardan sentadas la llegada de unos clientes que, vaticina João, empleado de una franquicia de comida rápida, difícilmente aparecerán. “¿Cómo va a venir gente a consumir si todo Itaboraí ha perdido su empleo?”, arguye.
Para una urbe de apenas 200.000 personas que no pasaba de ser una ciudad dormitorio más de Río, la inversión de 72 millones de euros destinada a levantar el centro comercial fue notable. Pero, hasta que se vino todo abajo, los ambiciosos planes petroleros que el Gobierno brasileño y su empresa punta de lanza, la estatal Petrobras, tenía para la localidad invitaban a ser optimistas. Muchos pensaron que la historia de Itaboraí daría un giro en 2006, cuando a raíz del descubrimiento de las mayores reservas petroleras de la historia de Brasil (el llamado presal, mar adentro), el entonces presidente Luiz Inácio Lula da Silva anunció en el municipio “la mayor inversión hecha en el país”: el Complejo Petroquímico de Río de Janeiro, conocido comúnmente por los brasileños por sus siglas, Comperj.
El proyecto era extraordinariamente ambicioso en su impacto socio-económico. Una unidad de tratamiento de gas natural, dos refinerías y una zona de procesamiento petroquímico debían ser erigidas en un área de 45 kilómetros cuadrados –superficie equivalente al municipio madrileño de Leganés–, mientras los empleos generados directa o indirectamente superarían los 200.000. “No conozco en América Latina una inversión de la magnitud de la que estamos lanzando aquí”, dijo Lula en 2010, al inaugurar las obras con un discurso marcadamente nacionalista. “El siglo XXI es el siglo de Brasil. Ya perdimos alguna oportunidad, pero no perderemos esta”, remató el exsindicalista, junto a su mano derecha, Dilma Rousseff, quien lideróel consejo de administración de Petrobras entre 2003 y 2010, antes de convertirse en presidenta del país.
Al evocar ese episodio, Helil Cardozo, alcalde de Itaboraí, siente una irrefrenable indignación. “Se rieron de la población y de los inversores que creyeron en esas palabras. Dijeron que íbamos a ser la segunda renta más alta del Estado de Río de Janeiro. Fue una broma de mal gusto”, recuerda este hombre, cuyo partido político –el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB, conservador)– es paradójicamente el mayor aliado del Gobierno de Rousseff.
Casi una década después de su anuncio, el Comperj es acaso la mejor ilustración de la corrupción, las ineficiencias y el intervencionismo político que gangrenan Petrobras, la mayor empresa de Brasil,guardiana de las reservas de crudo y hasta poco motivo de orgullo nacional. Como punto fuerte de un largo decálogo de malas prácticas sobresale la reducción drástica y súbita del Comperj original –inicialmente se quería generar un polo petroquímico, y ahora todo quedará en una refinería con capacidad diaria para 165.000 barriles–, sin que esa degradación haya evitado, sin embargo, que se triplique el coste presupuestado hasta los actuales 19.000 millones de euros. Una cifra colosal a la que habrá que sumar algunos miles más para rematar las obras, hoy detenidas al 85% de su conclusión.
Lejos de convertirse en el nuevo El Dorado del Brasil moderno, el fracaso del proyecto ha provocado “una situación de caos en el municipio”, explica el alcalde. Un escenario que es consecuencia de la llegada de más de 30.000 trabajadores, con sus familias, en busca de oportunidades y que motivaron un aumento de la demanda de servicios, lo que disparó un gasto público hoy insostenible.
“Se abrieron escuelas y guarderías, se inauguraron nuevos puestos de salud, se mejoró el hospital y se hicieron infraestructuras. ¿Cómo íbamos a dejar a los niños recién llegados sin clases o a los enfermos morir sin atención médica?”, reflexiona Cardozo, que recibe a El País Semanal en mangas de camisa y con las luces y el aire acondicionado de su oficina apagados para ser coherente con los recortes presupuestarios que está acometiendo. “He reducido mi salario y el de los funcionarios un 20%, y estamos cancelando contratos de suministro”, asegura. La recaudación municipal ha caído a la mitad. Cardozo recurre a un símil automovilístico para definir el actual estado de cosas en Itaboraí. “Antes del Comperj éramos un Escarabajo con combustible y pasamos a disponer de un Ferrari que iba a toda velocidad, pero que ahora no tiene ni gasolina ni ruedas”.
El fracaso del macroproyecto tiene una visible cicatriz social. Al desolado panorama del centro comercial se suman decenas de carteles de “se vende” que cuelgan en comercios cerrados y viviendas privadas que nadie quiere alquilar. Grandes proyectos inmobiliarios –como las ambiciosas torres comerciales Van Gogh Corporate o Hellix Business Center– que fueron levantados para responder a la eventual demanda de servicios sofisticados son hoy elefantes blancos con acabados de primera y piscinas en azoteas todavía por estrenar. Pequeños emprendedores que montaron hostales han cerrado y venden, a la desesperada, las literas y el resto del mobiliario para recuperar una parte de sus inversiones fracasadas.
El ambiente de decepción y pesimismo impregna las conversaciones en la ciudad, donde el paro sigue creciendo con fuerza, como explica Anderson Santana, coordinador del único centro de desempleados. “Cada mes atendemos a unas 5.000 personas que quieren inscribirse a las listas. Muchos hacen cola incluso a las tres de la madrugada”, asegura.
A vista de pájaro, el Comperj es apenas un botón de muestra –entre muchos otros, como la refinería Abreu Lima, también de costes disparatados– del impacto que ha tenido, en el sueño petrolero brasileño, la mayor trama de corrupción de la historia del país. Esa es la definición que usó el fiscal general Rodrigo Janot para describir la Operación Lava Jato, que investiga los desvíos en el seno de Petrobras.
Desde que fuera destapado a mediados de 2014, el país –fervoroso amante de las telenovelas– asiste atónito a este culebrón que gira en torno a la estatal, y que tiene a ejecutivos, políticos, intermediarios y compañías suministradoras de la talla de Odebrecht –la mayor constructora de América Latina– como elenco de primera categoría, todos compinchados para cometer un multimillonario desfalco por medio de obras sobrefacturadas en licitaciones de cartas marcadas. Los fiscales estiman que el 3% del valor de los contratos suscritos por la petrolera con prestadores de servicio fue desviado durante al menos una década para lucro de sus directivos y, sobre todo, de los partidos políticos, entre ellos el Partido de los Trabajadores, que gobierna Brasil desde hace 12 años, cuyo extesorero está en el banquillo de los acusados. El escándalo ha dañado la imagen del país y ensombrece el mandato de Dilma Rousseff.
A la debacle petrolera ha contribuido, junto a la corrupción y la ineficiencia, el desplome de los precios del crudo, que acumula una caída del 40% en apenas un año. Una dinámica que afecta a todas las compañías energéticas del planeta, pero más aún a Petrobras, cuyas valiosas reservas se encuentran a kilómetros de profundidad marina, bajo una capa de sal que alcanza espesores de hasta 2.000 metros. Extraer oro negro en estas condiciones no solo exige un desafío técnico del que Brasil es vanguardista, sino también inversiones anuales por valor de miles de millones de dólares que Petrobras –obligada por ley a ser operadora en los grandes yacimientos– parece no estar en disposición de acometer. En especial, si se tiene en cuenta que su colosal deuda –que pasa de 100.000 millones de dólares y supera, por ejemplo, al PIB de Eslovaquia– es la mayor del mundo para una petrolera.
“Para conseguir que el presal tenga efectivamente un impacto en el desarrollo social y económico brasileño, como se pensó que iba a pasar cuando se descubrieron las reservas en 2006, hay que realizar cambios legislativos y una reformulación”, opina José Mauro de Morais, miembro del Instituto de Investigación Económica Aplicada(IPEA) y autor de un reciente libro sobre la historia de Petrobras.
El impacto de la caída de los precios del crudo es palpable en Macaé, la “capital brasileña del petróleo”, como rezan los carteles a la entrada de esta urbe situada a 250 kilómetros al noreste de Río. Carreteras de un carril hienden valles de espectaculares colinas de tierra roja y naturaleza tropical. Las águilas se recortan sobre el cielo azul, ajenas al desesperante ritmo que imponen los camiones en un país que adolece de un clamoroso déficit de infraestructuras.
La economía de Macaé, base de operaciones de exploración y producción de crudo en la Cuenca de Campos, creció un 600% entre 2003 y 2013. En el puerto pesquero, el trajín de buques y barcos de gran porte es visible a cualquier hora. Pero la imagen puede ser engañosa. “Las cosas no van bien. La crisis se está notando mucho”, comenta Mike, capitán estadounidense de un navío que llevará en las próximas siete semanas víveres y repuestos hasta las plataformas petrolíferas.
A pocos metros de allí, en una playa de baño imposible por los tanques de diésel que abastecen desde el muelle a pequeñas embarcaciones, un grupo de transportistas juega al fútbol. “Nos han reducido las horas extras y muchos han perdido el trabajo”, dice João en un receso del partido. Los sindicatos cifran en 20.000 los empleos perdidos el último año, un tercio de la fuerza laboral que vive del petróleo en la ciudad.
En la principal área de compras, la avenida Rui Barbosa, el grado de incertidumbre es también alto. Los comerciantes –desde dependientes de tiendas de electrodomésticos a vendedores de tejidos o accesorios para móviles– calculan la caída de la actividad en torno al 30%. “Está todo parado. No hay trabajo”, se queja Francisco José de Holanda, un pintor industrial desempleado que va cargado de currículos. Jorge Gomes, de 34 años, vendedor de colchones, sí está activo, pero apenas gana para vivir. “Como vamos a comisión por ventas, he pasado de cobrar 4.000 reales (1.100 euros) a 2.000 (550 euros)”, explica, ataviado con una vistosa bata blanca.
La crisis afecta también a la recaudación municipal, y la previsión es que algunas localidades del Estado de Río de Janeiro –donde se extrae el 80% del petróleo brasileño– pierdan hasta el 40% de los ingresos por derechos de explotación. En total, el Estado fluminense ingresará este año entre 2.000 y 3.000 millones de euros menos. Unos números que imponen irremediablemente contener el gasto social.
En el barrio de Lagomar, ese argumento suena a excusa. En esta favela de construcciones sin acicalar, falta el agua corriente y las calles están sin pavimentar, pese a que, a una veintena de metros de la comunidad, se abre paso un gasoducto, perceptible por la cresta de arena que levanta la tubería enterrada. “Los políticos solo se acuerdan de nosotros cuando hay elecciones”, dice María Luisa Santos, dueña de un vistoso colmado. “Nos quieren ignorantes para que no les pidamos educación y sanidad. Cuanto más burros, más fáciles de manipular somos”, concuerda Cintia, una vecina.
Con todo, quizá la mayor desilusión por el choque de realidad petrolero no se da en tierra, sino en el mar. Magé es un modesto pueblo a orillas del Atlántico. Ahí, en la bahía de Guanabara, pescan Alexandre Anderson y su compañero de batallas, Maicon de Carvalho, alias O Pelé. Ese mismo lugar, epicentro natural de Río, es un enclave estratégico para Petrobras, puesto que la compañía gestiona allí una planta de regasificación y dos terminales que, por medio de oleoductos, envían a refinerías los hidrocarburos transportados por buques desde alta mar.
Esos barcos, dice Anderson, han “expulsado paulatinamente a miles de pescadores” que viven de la captura de especies como el rodaballo, la gamba o la sardina. “En 1990 podíamos pescar en el 78% de la bahía, pero hoy esa zona se ha reducido al 12%”, denuncia. La asociación que preside, Ahomar, representa a 9.000 familias pesqueras. En su expediente de logros figura haber evitado por medio de una campaña ecologista que Petrobras usara en 2010 el exuberante río Macacú –cuya desembocadura genera un manglar que acoge bellas aves como el rabihorcado o el cucharero rosa– para transportar grandes equipamientos destinados al Comperj.
Cuatro hombres cargan la barca hasta la orilla y Anderson suda. “Ya no estoy acostumbrado”, dice este activista, bajito, recio y elocuente, en referencia al forzado cambio en su modo de vida –fin de la pesca e imposición de una residencia itinerante– desde que entró en 2009 en un programa de protección de defensores de derechos humanos. Había sufrido seis ataques con bala perpetrados por las llamadas milicias, compuestas por criminales e incluso expolicías. “Durante dos años y medio el Gobierno brasileño me puso un policía militar de escolta las 24 horas del día, pero ni siquiera así lograron evitar los atentados”, recuerda con una rígida mueca. “Una investigación posterior reveló que los mismos policías que me protegían trabajaban para la milicia en sus días festivos. En Brasil el mayor violador de derechos humanos es el Gobierno”, dice, mientras guía la barca por las inmediaciones de un enorme petrolero.
“Somos vulnerables porque el Estado de derecho es vulnerable. No estamos en contra de Petrobras, sino contra la forma en la que se administra”, afirma, antes de evocar la muerte o desaparición en el último lustro de siete pescadores. Homicidios cargados de violencia –a uno lo subieron a su barca y la hundieron con él maniatado– para erosionar la resistencia. Una crueldad frecuente en Brasil, que lidera el índice mundial de países en número de asesinatos de activistas medioambientales, con 29 muertes en 2014, según la ONG británicaGlobal Witness.
Los pescadores no solo reclaman que las actividades petroleras en la bahía les han provocado un perjuicio económico que tiene consecuencias sociales como el aumento del alcoholismo, la depresión o el éxodo de población de los pueblos pesqueros. “Están acabando con un proceso histórico, con una pesca heredada durante generaciones que ahora no podremos transmitirles a nuestros nietos”, critica Anderson, quien en plena travesía muestra un corral de mar, un vivero artesanal de varas de bambú erigidas sobre el fondo arenoso. “Se está poniendo en riesgo un modo de vida que perdura desde hace siglos”, concuerda el biólogo Breno Herrera.
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