El trauma parecía superado. Con un hombre de origen africano en la Casa Blanca, ¿quién podría sostener con seriedad que EE UU era un país racista? Si un afroamericano, aunque con una biografía particular, puesto que su padre nació en África y su madre era blanca, lidera el país más poderoso del planeta, ¿qué no es posible?
La idea de que la victoria de Barack Obama en noviembre de 2008 cerró para siempre décadas, siglos de esclavitud, segregación y discriminación se ha desmoronado en Ferguson, un municipio de 21.000 habitantes al norte de San Luis (Misuri), que casi nadie habría sabido situar en el mapa.
El 9 de agosto, un policía blanco, Darren Wilson, se cruzó en una calle estrecha y sinuosa de Ferguson con Michael Brown, un negro de 18 años. Wilson iba en coche. Brown, acompañado de un amigo, andaba por el medio de la calzada. El relato preciso de lo que sucedió en aquellos minutos es objeto de disputa. Pero el encuentro acabó con el muchacho muerto por los disparos del policía. Y con una explosión de indignación colectiva en la comunidad afroamericana. Porque temían que la muerte de Brown quedase impune. Porque veían en la acción de Wilson una expresión de la hostilidad sistemática de las fuerzas del orden con los negros. Porque para muchos, justo cuando se cumplen cincuenta años de que el presidente Lyndon B. Johnson, demócrata con Obama, firmara la ley que ilegalizaba la segregación racial en los viejos Estados esclavistas del sur, una multitud de factores conspira para mantener en la cuneta de una de las sociedades más ricas del planeta a una población cuyos padres, abuelos, bisabuelos sufrieron las peores vejaciones en el país que se fundó con una frase que aún resuena: “Todos los hombres son creados iguales, y son dotados por su creador con ciertos derechos inalienables, entre ellos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
“Es triste que todavía tengamos que hacer esto y que tengamos que estar hablando de estas cosas”. Aleidra Allen conversaba con un grupo de extranjeros en una hamburguesería de la West Florissant Avenue, el único comercio abierto estos días en la calle central de las protestas. Aleidra Allen tiene 25 años, trabaja en una universidad de San Luis y es negra. “Parece algo sacado de los años sesenta”, dijo.
La lucha de los movimientos civiles, capitaneada por el reverendo baptista Martin Luther King, logró acabar, gracias a la cooperación de políticos como el presidente Johnson, con la discriminación legal. Minimizar los avances ocurridos desde entonces sería olvidar que hace poco más de medio siglo los negros —el único grupo de inmigrantes que llegó a Estados Unidos a la fuerza— tenían vetado el acceso a lugares públicos en buena parte del país, que no podían ir a las mismas escuelas que los blancos, que veían restringido y en muchos casos anulado el derecho a votar, que si vivían en el estado equivocado —básicamente, los estados del sur— tenían prohibido casarse con una persona de otra raza. Minimizar estos extraordinarios avances significaría olvidar que entonces —y no sólo entonces: hace sólo una década— muchos habrían considerado una quimera que en 2014 habitarían la Casa Blanca, un edificio construido por esclavos, el hijo de un keniano y una descendiente de esclavos.
“Las actitudes de los blancos hacia los negros se han transformado en las últimas décadas”, dice Clarissa Hayward, politóloga en la Universidad Washington de San Luis. El respeto a lo políticamente correcto ha logrado expulsar de la esfera pública expresiones denigratorias; ser racista está mal visto. Hayward, autora de How Americans make race: stories, institutions, spaces (Cómo los americanos fabrican la raza: historias, instituciones, espacios), cita una investigación de Lawrence Bobo, de Harvard, junto a otros sociólogos norteamericanos. ¿La conclusión? La defensa de la segregación y de los privilegios blancos, la repulsión hacia los matrimonios mixtos y la creencia en la superioridad biológica de los blancos —manifestaciones racistas que hasta hace una décadas se oían y eran tolerables para muchos norteamericanos— “se han derrumbado”. “Un amplio apoyo al tratamiento equitativo, a la integración y a una amplia tolerancia han suplantando estos puntos de vista”, escriben los sociólogos.
“La historia de la lucha política negra siempre ha sido de dos pasos adelante y uno hacia atrás”, dice el profesor de Columbia Frederick Harris
Pero la discriminación no ha desaparecido: se manifiesta por otros canales. “Ciertas estructuras institucionales crean resultados raciales no igualitarios, y los crean independientemente de las actitudes de las personas”, dice Clarissa Hayward, que es blanca. Hayward habla de la fragmentación del área metropolitana de San Luis en casi cuatrocientos municipios. Uno es Ferguson. Otro Clayton, donde se encuentra la Universidad Washington. “Clayton es un municipio muy rico”, dice Hayward. “Tiene algunas de las mejoras escuelas de Misuri. Cuesta muy caro mudarse aquí. Es casi toda de blancos. ¿Por qué? No porque haya una discriminación racial activa contra los compradores de casas afroamericanos. No. Es casi toda blanca porque el municipio puede tomar decisiones sin que intervenga el Estado. Por ejemplo: puede exigir que amplias zonas requieran casas unifamilares, o parcelas grandes, o que no se puedan construir demasiados apartamentos. Si no tienes dinero, no puedes acceder a Clayton”. Quienes aprueban estas leyes no tienen por qué ser racistas; los efectos acaban segregando a blancos ricos y negros pobres en ciudades distintas.
El problema no es exclusivo del área de San Luis, una de las regiones más segregadas de Estados Unidos, como tampoco lo son las tácticas que disuaden a los negros de votar en las elecciones. Esta es una de las explicaciones que Hayward avanza para el hecho de que en Ferguson casi todos los representantes políticos sean blancos mientras que la mayoría de la población es negra. En Ferguson, explica Hawayrd, las elecciones se celebran en año impar, con lo que no coinciden con presidenciales o legislativas. Si coincidieran, atraerían a más votantes —y, por tanto, a más negros— a las urnas.
Otra forma de lo que Hayward llama racismo estructural es el trato que la policía da a los afroamericanos. Un conductor negro tenía en 2008 más de tres veces más de probabilidades que un blanco de ser registrado durante una parada de tráfico. “Y cuando paran a alguien, ¿quién resulta que tiene drogas? Los blancos tienen más drogas que los negros”, dice. Hayward cita a la jurista Michele Alexander y su libro The New Jim Crow (El nuevo Jim Crow), la denuncia más documentada de cómo el mayor sistema de prisiones del mundo —ningún país supera a EE UU en tasa de encarcelamiento— discrimina a los negros hasta el punto de crear una nueva forma de segregación racial. “Estados Unidos”, escribe Alexander, “encarcela a un mayor porcentaje de su población negra que Sudáfrica en el momento más intenso delapartheid. En Washington D. C., la capital de nuestra nación, se estima que tres de cada cuatro jóvenes negros (y casi todos los que viven en barrios pobres) posiblemente pasará un tiempo en prisión. Parecidas tasas de encarcelamiento pueden encontrarse en otras comunidades negras de América”. Estos hombres vivirán apartados de la sociedad y verán limitados sus derechos incluso una vez que hayan salido de prisión, según Alexander. “El relato popular que enfatiza la muerte de la esclavitud y de Jim Crow [el sistema de segregación legal instaurado a finales del siglo XIX], y celebra el ‘triunfo de la nación ante la raza’ con la elección de Obama está peligrosamente desencaminado”, dice en otro momento.
Otra forma de lo que la polítologa Hayward llama racismo estructural es el trato de la policía a los negros
Frederick Harris, profesor de la Universidad de Columbia y autor del libroThe price of the ticket: Barack Obama and rise and decline of black politics (El precio del billete: Barack Obama y el ascenso y declive de la política negra), dice por teléfono que lo que ha ocurrido con la presidencia de Obama no es nuevo. “La historia de la lucha política negra siempre ha sido de dos pasos adelante y uno hacia atrás”, dice Harris. Unos años después del fin de la esclavitud y de la victoria de la Unión en la guerra civil, en 1865, los estados derrotados del sur instauraron el sistema Jim Crow. Soldados negros que se jugaron la vida para liberar Europa del fascismo regresaron a sus casas en Estados que les trataban como ciudadanos de segunda. A la adopción de las leyes de los derechos civiles en los años sesenta siguió una ola de disturbios raciales por varias ciudades de EE UU y la llegada del republicano Richard Nixon a la Casa Blanca con un amplio respaldo entre los blancos de Sur, que desertaron en masa de su partido de toda la vida, el demócrata, responsable del fin de la segregación. El “paso hacia atrás” esta vez ha sido la gran recesión, que se extendió entre 2007 y 2009 y que dañó con particular severidad a las minorías. La tasa de pobreza entre los negros es del 28,1%; la de los blancos, del 12%; la tasa de paro es del 11,4% para los negros y un 5,3% para los blancos; la tasa de abandono escolar entre los negros es del 5,2%, entre los blancos es menos de la mitad.
Una subclase golpeada por un sistema policial y judicial sesgado, por una pobreza y una falta de oportunidades endémicas, por barrios sin servicios públicos ni escuelas de calidad sufre ahora las consecuencias de la gran recesión. Y es el objeto de las discusiones. ¿Qué retiene a este grupo en un bucle de marginación? ¿Por qué otras minorías prosperan rápido y en cambio para una parte de la población afroamericana para no haber salida? ¿Puede culparse todavía a la esclavitud y la segregación? ¿Deben asumir mayores responsabilidades como padres, trabajadores y ciudadanos?San Luis y Ferguson, como en tantas otras cosas, también en esto son un reflejo de corrientes de fondo. La tasa de paro pasó de menos del 5% en 2000 a más del 13% en el periodo 2010-2012, ha escrito en un artículo Elizabeth Kneebone, del laboratorio de ideas Brookings Institution. Y en una década la población pobre se ha doblado.
El debate recorre la historia de la América negra desde principios del siglo XX, cuando el intelectual W. E. B. Dubois abogaba por luchar por los derechos civiles y equipararlos con los de los blancos y Booker T. Washington recomendaba a los negros educarse y esforzarse. Los derechos llegarían más tarde. En los discursos de Obama a la comunidad negra hay acentos de Booker T. Washington. Obama critica el victimismo de ciertos sectores como sólo podría hacerlo un presidente afroamericano. “Los agravios legítimos contra la brutalidad policial se convirtieron en una excusa para tener comportamientos criminales”, dijo hace un año, al conmemorar el 50 aniversario del discurso del I have a dream (Tengo un sueño) de Martin Luther King. “La política racial fue un arma de doble filo cuando el mensaje transformador de la unidad y la hermandad quedó hundido por el lenguaje de la recriminación. Y lo que fue un llamamiento a la igualdad de oportunidades, se explicó demasiadas veces como un mero deseo para obtener ayuda del Estado, como si nosotros no tuviéramos ningún papel en nuestra liberación, como si la pobreza fuera una excusa para no educar a tu hijo y como si la intolerancia de los demás fuera un motivo por darte por derrotado”.
El profesor Harris, que es negro, cree “injusto” el tono aleccionador que Obama usa con los negros pobres. Y señala que el presidente ha aprobado pocas medidas específicas para los afroamericanos y ha pronunciado escasos discursos sobre la raza. Cuando Obama abandone la Casa Blanca en 2017 y se escriban los primeros borradores sobre el legado, la evolución de las relaciones raciales deberá incluirse. Ya hizo historia al ser el primer presidente negro. Será más difícil que la haga porque los negros más marginados hayan mejorado durante sus dos mandatos. Cuando se escriba esta historia, es probable que Ferguson merezca una mención especial.
EL PAIS