Incluso si nos ponemos en lo peor. En la hipótesis policial de la historia, según la que los alemanes de Volkswagen, torpes, hubiesen caído en una trampa. En una burda trampa para perjudicar a la industria automovilística europea en beneficio de la, siempre super-mimada, norteamericana. Incluso en ese caso, la realidad de los hechos hasta ahora conocidos demuestra que un poco más de humildad, y de controles efectivos, beneficiaría a los europeos-no solo a los del Norte. Reduciría su autosatisfacción, su supremacismo, y activaría las alarmas cuando toca activarlas.
El caso VW empeora cada día que pasa. En tres vectores. Uno abarca el carácter de las irregularidades, que es tendencialmente en cascada: todas las filiales, todas las marcas, todos los países, todos los vehículos. Otro es lo que revela el creciente nivel de exigencia de las distintas autoridades: las demandas de devolución de ayudas públicas, las multas, el requisito de medidas para garantizar la continuidad de la homologación, las investigaciones fiscales sobre posibles derivadas penales del desmán. Y la tercera agrupa los indicios crecientes de gravedad, enhebrados en los descubrimientos de que la manipulación de los controles mediambientales de los motores diésel había sido denunciada con mucha anterioridad (en 2007 y en 2011, al menos), lo que configura una alevosía y premeditación por parte de algún nivel de alta responsabilidad de la empresa. Es verdad que el impacto del asunto aparece como mucho menos directo al consumidor-ciudadano que, por ejemplo, el vertido de petróleo en el golfo de México en 2010, a cargo de British Petroleum. Este durará décadas, y el de VW podrá subsanarse más fácilmente. Pero el recuerdo mexicano es oportuno. Si la alemana VW es la campeona mundial del sector del automóvil, la británica BP es la tercera energética y la octava compañía del mundo. Ambas, europeas.
De modo que los europeos tenemos también un serio problema industrial con el medioambiente, del que nos creíamos liberados por décadas de mayor exigencia y mejor regulación. ¿Acaso disponemos de mejores normas, como todos parecen reconocer, pero de peor aplicación e insuficiente control de la misma? Parte de la opinión —encabezada por el ecologismo— se movilizó contra el tratado de libre comercio e inversión euroamericana en ciernes (TTIP, en inglés), por miedo a que perjudicase los (más altos) estándares mediambientales de la UE, e importásemos libremente basura.
Aquella movida y la vigilancia de europarlamentarios de distinta filiación fortaleció la exigencia del mandato negociador otorgado a la Comisión Europea. Se ha recorrido un gran camino entre las distintas instituciones. Lo culmina la reciente propuesta de la combativa comisaria Cecilia Malström de establecer un tribunal internacional para las inversiones, estable, público y profesionalizado.
Dirimiría los litigios, en lugar de otros mecanismos de arbitraje privado, como se acaricia en EE UU. Estupendo. Ahora solo habrá que procurar, además, que todas las autoridades vigilen estrechamente el cumplimiento estricto de normas y estándares. Es una ignominia que aún hoy sea verdad social el viejo aforismo: hecha la ley, hecha la trampa. EL PAIS