Lo imposible ha ocurrido. Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, el mayor narcotraficante del planeta, se ha fugado. El líder del cártel de Sinaloa, de 58 años, se escapó a las nueve de la noche del sábado del penal de máxima seguridad de El Altiplano por un túnel de 1.500 metros. Un pasadizo, iluminado y ventilado, por el que se ha venido abajo el orgullo de las fuerzas de seguridad mexicanas. La magnitud de la obra, que tenía hasta rieles para sacar escombros; la peligrosidad del reo, que sólo necesitó ir a la ducha para desaparecer, y la impunidad que revela todo el increíble plan de huida sitúan al Gobierno mexicano ante el más grave de los retos y ponen en duda su capacidad para hacer frente a este criminal. Su captura hace un año, considerada como un éxito sin precedentes en la lucha contra el narco, se enfrenta ahora a su reverso. Y lo que es peor, a la imparable sospecha de que recibió ayuda desde el interior del presidio. Todo el personal de la prisión, hasta ahora la más segura de México, ha sido retenido y 18 funcionarios están siendo interrogados en la Ciudad de México.
La cárcel de El Altiplano forma parte de las leyendas carcelarias mexicanas. En sus 27.000 metros cuadrados se mezclan desde el alcalde Iguala, José Luis Abarca, hasta criminales como Servando Gómez Martínez, alias La Tuta, líder de los Caballeros Templarios; el despiadado Edgar Valdez Villarreal,La Barbie; Héctor Beltrán Leyva, El H, o Miguel Ángel Félix Gallardo, El Padrino, el padre de los grandes narcos, incluido El Chapo. De sus rejas, jamás se había escapado ningún reo. Considerado inexpugnable, el penal está sometido a vigilancia excepcional y, al menos en apariencia, impone a los presos un intenso control. Este hecho ha motivado episodios como la carta firmada en febrero pasado por todos los grandes capos en la que se que se quejaban de sus “indignas e inhumanas” condiciones.La última grabación en la que se ve al preso fue a las 20.52. El Chapo, tras tomar su medicación, se dirigía en ese momento a la zona de duchas. Allí, fuera de la zona de videovigilancia, inició su fuga. Todo estaba milimétricamente preparado. Oculta bajo una trampilla, se había excavado una boca rectangular, de 2,5 metros cuadrados. Este orificio comunica con un conducto vertical de 10 metros de profundidad, en el que los delincuentes instalaron una escalera. Tras bajarla, Guzmán Loera no tuvo más que pasar al túnel final (1,7 metros de altura y 70 centímetros de ancho) y llegar, bajo luz eléctrica y bien ventilado, hasta un inmueble en obras de la Colonia Santa Juanita. Desde ahí, desapareció. Atrás sólo quedaron útiles de obra.El túnel, fruto de meses de trabajo, desata todo tipo de preguntas. ¿Cómo es posible horadar una cárcel de máxima seguridad sin que nadie se dé cuenta? ¿Cuánto tiempo transcurrió hasta que se dio la voz de alarma? ¿Con qué apoyos internos contó El Chapo? El Ejecutivo mexicano fue incapaz de aclarar ninguna de estas cuestiones. El titular de la Comisión Nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido, visiblemente afectado, se limitó a leer un comunicado con los datos básicos y recordar que se había puesto en marcha un masivo protocolo de seguridad. Este operativo incluyó el cierre del aeropuerto de Toluca, en el Estado de México, donde se ubica la cárcel, fue cerrado, así como el despliegue de cientos de policías. Doce horas después de la fuga, el operativo no había dado ningún resultado.
La huida de El Chapo derriba de cuajo este mito y vuelve a poner a las fuerzas de seguridad mexicanas en la situación previa al 22 de febrero de 2014. Ese día, los comandos de la Marina detuvieron al capo en el departamento 401 del Condominio Miramar, frente al malecón de Mazatlán, en Sinaloa. La captura puso fin a una larga e intensa búsqueda que se había acelerado una semana antes, cuando estuvieron a punto de atraparle en su casa de seguridad de Culiacán. Salvado por la puerta de blindaje hidráulico, que le dio unos minutos de oro, pudo huir a través de un pasadizo que desembocaba en las alcantarillas. Acompañado de su escolta, el teniente desertor Alejandro Aponte Gómez, El Bravo, decidió huir a los cerros de Sinaloa, el corazón de su imperio. Pero antes quiso ver a su esposa, Emma Coronel, y a sus hijas gemelas. Las pistas acumuladas y las intervenciones telefónicas (más de 100) permitieron a los fuerzas de seguridad localizarle. El Chapo entró en el hotel de Mazatlán en silla de ruedas, disfrazado de anciano. Cuando los comandos irrumpieron en la habitación, se había ocultado en el baño. Eran las 6.50. Sobre la cama quedaron una maleta rosa, un bote de champú y un montón de ropa desperdigada. Había sido arrestado sin un disparo.
La captura puso entre rejas a un narcotraficante que desde su rocambolesca fuga en 2001 era considerado prácticamente intocable. Guzmán Loera sólo había sido detenido anteriormente, en Guatemala en junio de 1993 en una operación bajo mando mexicano. En aquel entonces ya era un capo importante. Un hombre de orígenes paupérrimos y que escribía con dificultad, pero cuya sangre fría le había hecho prosperar a la sombra del líder del cártel de Guadalajara, Miguel Ángel Félix Gallardo, apresado en 1989 y que precisamente ocupa celda en El Altiplano. Tras esta primera detención en Guatemala, permaneció siete años en prisión, hasta que la noche del 18 de enero de 2001, ocultó en un carro de lavandería, se escapó de la cárcel de máxima seguridad de Puerta Grande, en Jalisco. Al menos 71 personas, entre ellas numerosos funcionarios, participaron en la fuga.
Fue entonces cuando empezó su verdadero ascenso. Rompió con sus socios y desató la guerra contra otros cárteles. A sangre y fuego su poder fue creciendo. No hubo límite en esta expansión. Se enfrentó a los temibles zetas, libró una oscura batalla en Ciudad Juárez, doblegó sin compasión a los cárteles más débiles. Abrió nuevas rutas internacionales para la cocaína. Sus años dorados fueron el infierno de México. Era la guerra. Y el Estado respondió con la movilización del Ejército. El país entró en estado de choque. Mutilaciones, decapitaciones, asesinatos en masa se volvieron moneda corriente, mientras en la cúspide del dolor, El Chapo acumulaba una fortuna que, según Forbes, le situaba entre los hombres más ricos del planeta. El niño criado en las estribaciones de la Sierra Madre oriental, el agricultor de modales torpes, se había convertido en el señor oscuro de América.
Su poder era excesivo. El Departamento del Tesoro de EEUU estableció que controlaba a lo largo de 10 países una red criminal formada por 288 empresas y miles de operadores. Y su capacidad letal, cristalizada en un ejército de sicarios, ponía en cuestión al mismo Estado. Una inmensa maquinaria se puso en marcha para someterle a la ley. Por ello, cuando llegó su caída, fue vista no sólo como un triunfo del Estado de derecho, sino como el principio de fin de la vorágine y el ocaso de una era, la de los grandes señores de la droga.
Bajo estas coordenadas, el Gobierno de Enrique Peña Nieto ha conseguido en dos años y medio acabar con los principales capos que simbolizaban este reto. El primero en caer fue Miguel Ángel Treviño, el Z-40, el hombre que pobló México de decapitaciones y que en sus orgías de sangre llegaba a comerse los corazones de sus víctimas. Luego llegaron muchos más, como Nazario Moreno, El Chayo, cabecilla de la narcosecta de Los Caballeros Templarios, su sucesor La Tuta, y en marzo pasado Omar Treviño Morales, el Z-42, capturado sin un tiro en una casa de San Pedro Garza (Nuevo León). Estos éxitos han sido presentados como una seña de identidad del Ejecutivo y han hecho creíble un combate que durante años se movió entre el escepticismo general. La fuga del penal de El Altiplano y sus más que previsibles repercusiones políticas, van a zarandear de firme estos logros. El Chapo vuelve a estar libre. El Estado mexicano se enfrenta, de nuevo, a su mayor enemigo.EL PAIS