Durante 10 semanas, los investigadores pidieron a 55 participantes que redujeran al mínimo las mentiras cotidianas de forma premeditada, mientras en paralelo se hacía un seguimiento a un grupo de control al que no se le había dado ninguna instrucción sobre cómo comportarse.
La investigadora Anita E. Kelly y sus colegas comprobaron que las personas que reducían su tendencia a decir mentiras estaban más sanas, menos tensas y, sobre todo, sufrían menos dolores de cabeza y menos problemas de irritación de garganta que el resto de los participantes.
El estudio, bautizado también como “La ciencia de la honestidad”, revela que la mayoría de las mentiras cotidianas o bien se trata de falsas excusas para explicar por qué llegamos tarde a un sitio o dejamos incompletas ciertas tareas, o bien son fruto de la tendencia a exagerar los éxitos y talentos propios “adornándolos” con pequeños embustes.