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domingo, 27 de octubre de 2013

La CIDH, la esperanza de Puracal para reformar el sistema judicial en Nicaragua

Ha pasado poco más de un año desde que Jason Puracal regresara a Estados Unidos después de haber pasado dos años injustamente detenido en La Modelo una de las prisiones más peligrosas de Nicaragua. Hacinado en una celda diminuta con 12 reclusos, bebiendo el mismo agua que servía para lavar la ropa y asearse, desnutrido, sin asistencia médica y con el derecho de visitas restringido, Puracal sigue teniendo pesadillas y es incapaz de olvidar todo el sufrimiento que padeció durante sus 22 meses en prisión. Aunque la corte de Apelaciones de Nicaragua anuló el proceso que lo condenó a 22 años de prisión por narcotráfico, lavado de dinero y pertenencia a crimen organizado, Puracal está ávido de la justicia que se le denegó desde que fuera detenido el 11 de noviembre de 2010, y el mes pasado presentó una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para solicitar reformas judiciales y de las instituciones penitenciarias en el país centroamericano.
Dos años después de que unos hombres “encapuchados, en puro negro, con máscaras, chaquetas y rifles”, irrumpieran en su oficina de la localidad de San Juan del Sur en la frontera con Costa Rica, Puracal, de 36 años, es capaz de recordar cada detalle del infierno en el que se convirtió su vida desde ese instante. “Yo pensé que me iban a robar, luego llegó otro hombre vestido de paisano, me preguntó por mi nombre, me puso en una silla y allí estuve durante ocho horas con AK- 47 apuntando constantemente a mi cabeza”, relata el estadounidense en conversación telefónica desde su casa en Seattle (Washington).
Su voz suena neutra y firme y en ese tono, en el que no asoma ni un ápice de indignación, pormenoriza todo su peregrinar desde ese momento hasta el de su llegada a EE UU, 22 meses después. Una odisea plagada de irregularidades y anomalías. “La policía no me enseñó ninguna identificación ni orden de detención, tampoco tenían permiso de registro y no me ofrecieron la posibilidad de que llamara a un abogado, a mi familia o a la Embajada”. A Puracal una unidad de antinarcóticos de Managua lo trasladó varias veces de prisión en los primeros días de su detención. “Me estaban escondiendo de mi familia”, asegura.
A los tres días de su arresto, Puracal pudo ver a su mujer Scarleth Flores, una nicaragüense con la que se casó en 2007 y con la que tiene un hijo, Jabú, de seis años. Fue en la audiencia preliminar. “La última vez que lo había visto estaba sentado en la mesa de su oficina y cuando lo volví a ver estaba esposado, con los pelos alborotados y los ojos inflamados de llorar. Yo me di cuenta de que no estaba bien porque tenía la mirada perdida”, recuerda Flores.
Su relato es el de una joven que estaba estudiando Derecho y haciendo prácticas en la Fiscalía de Rivas, una localidad cercana a San Juan del Sur, cuando detuvieron a su marido. Pasó de creer que el sistema del que ella quería formar parte iba a arreglar el malentendido en el que se había visto enredado Puracal a darse de bruces con la realidad de la corrupción judicial. “Pasé de la incertidumbre por saber donde podía estar Jason, a la felicidad de encontrarlo, al enojo por no comprender por qué nos estaba pasando esto, hasta el desengaño”, explica.
Finalmente, Puracal fue trasladado a La Modelo, en Managua, una cárcel de máxima seguridad tristemente conocida por las malas condiciones en las que mantienen a los presos, a la espera de su juicio que en lugar de los seis meses estipulados, se demoró nueve. Antes también pasó un tiempo en El Chipote, un lugar destinado a la tortura durante la dictadura de Somoza y del primer régimen sandinista. “Es un lugar donde no dejaría a mi perro”, dice Puracal de La Modelo. “En una celda de 4x3 metros estábamos 12 personas y en ese espacio había una zona de un metro cuadrado con un agujero”, recuerda. Ese agujero del que habla hacía las veces de inodoro, bañera y lavadero para la ropa. “No hay agua corriente, el agua re la dan en dos cubos de 20 litros, pero no es potable, tiene pelos, insectos, tierra, pero es el agua para beber y asearse”, dice.
El juicio que lo condenó a 22 años a él y a otros 10 nicaragüenses por tráfico de drogas, lavado de dinero y pertenencia a crimen organizado fue “un cerco”, según Puracal. La Policía no pudo probar la existencia de un gramo de droga en la oficina o la casa del estadounidense, ni la existencia de transacciones ilegales o su conexión con el resto de los detenidos en la operación o con el narcotraficante Manuel Ponce Espinoza, que en un careo reconoció no haber visto jamás a Puracal. “15 minutos después de que terminaran los alegatos finales el juez tuvo lista su sentencia condenándome a 22 años en La Modelo”, recuerda Puracal.
Allí, por ser “un caso especial”, se le impidió salir al patio durante los primeros ocho meses de estancia. Su mujer esperaba desde las tres de la mañana a las puertas del centro penitenciario con comida -que muchas veces le robaban los compañeros de celda- y con el deseo de poder verlo. Algo que no siempre ocurría. “Me permitían dos visitas casa mes y una cada dos meses con mi abogado y nunca estuve a solas con él”, asegura Puracal.
Para entonces, las irregularidades del caso de Puracal ya habían atraído la atención de los grupos de derechos civiles de EE UU y de varios congresistas. El Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de Naciones Unidas denunció la falta de pruebas que sustentaban el fallo. Nueve meses después de la sentencia, la defensa de Puracal inició el proceso de apelación. que en septiembre de 2012 anuló el primer juicio.

Sin final feliz, todavía

Lamentablemente, este no es el final feliz de esta historia. El Gobierno de Nicaragua puso muchas trabas para permitir el regreso de Puracal y su familia a EE UU y fue deportado de manera injustificada. Tras más de 10 años viviendo en Nicaragua, el estadounidense ha tenido que empezar de cero en su propio país, sin un colchón económico ya que sus cuentas y pertenencias en la nación centroamericana siguen congeladas. Puracal está terminando un máster en Economía Sostenible y Flores, que se graduó en Derecho en su país, está perfeccionando su inglés ante la imposibilidad de obtener el permiso de residencia. “No me lo conceden porque Jason no pagó dos años de impuestos, son los dos en los que estuvo en la cárcel”, se lamenta Flores.
La joven denuncia la desatención que su marido sufrió por parte de la Embajada estadounidense en EE UU. “Solo empezaron a hacernos caso cuando la familia de Jason ya había movilizado a los medios de comunicación. Durante los primeros meses ni siquiera me atendió nadie norteamericano, me atendió una nica como yo. Yo nunca me sentí como la esposa de un estadounidense, no sentí ese privilegio. ¿Cuál es la ventaja y el orgullo que abandera EE UU respecto de sus ciudadanos?. Eso no existe”, señala, indignada.
Ahora Puracal, además de trabajar para organizaciones que atienden a casos de detenidos inocentes como las que le apoyaron a él, también está colaborando con el Departamento de Estado para tratar de modificar esa forma de actuación de las Embajadas que denuncia su esposa. “En mi caso la Embajada en un principio no quiso involucrarse alegando que había que respetar el proceso judicial nicaragüense, pero yo quiero que se mejoren esas prácticas para que puedan detectar y diferenciar en qué casos las detenciones son legales o ilegales”, explica.
Su lucha va más allá y ahora ha presentado una demanda de más de 100 páginas relatando su caso y pidiendo una reforma del sistema judicial y penitenciario nicaragüense. “Del mismo modo que yo estuve sometido a unas condiciones inhumanas, hay muchos que están padeciendo una situación similar, con la misma injusticia y corrupción de la policía”, sostiene. La Fiscalía de Nicaragua ha apelado hace unos meses la anulación de su sentencia. “Yo estoy deportado y no me puedo estar presente en ese país para defender mis intereses personalmente. Se está violando la legislación nicaragüense y espero que la Corte Interamericana me ampare en esta locura”.
Curtida en el escepticismo, Flores no es tan optimista como Puracal pero apoya al 100% a su marido en su demanda ante la CIDH. “No creo que mi país haga la diferencia y acepte sus errores”, dice. “Yo estoy convencidísima de que el sistema judicial de Nicaragua está corrupto, pero mientras no se denuncie siempre va a seguir así. Tanto si la respuesta es positiva como si no hay cambio alguno, es importante denunciar las irregularidades que se han sucedido, porque creo que así se van a sumar más casos. Tal vez nosotros no hagamos la diferencia, pero sí seremos los iniciadores de un cambio significativo en el futuro”.
EL PAIS