De repente el firmamento de Gander –una remota localidad ubicada en el noreste de Canadá– comenzó a llenarse de aviones que deseaban aterrizar en su pequeño aeropuerto.
Una cantidad desmesurada para las modestas instalaciones, acostumbradas a recibir un promedio de siete aeronaves al día.
Eran las once de la mañana del martes 11 de septiembre de 2001 y el gobierno de Estados Unidos había declarado la emergencia sobre sus cielos.
La razón: los dos ataques con aviones comerciales en contra de las Torres Gemelas del World Trade Center, en Nueva York.
Luego del ataque, el cielo estadounidense quedó cerrado para cualquier avión comercial. Y eso incluía las aeronaves que se aproximaban desde Europa hacia distintas ciudades de EE UU.
“Nos avisaron que el espacio aéreo de EE UU estaba cerrado y que iban a desviar algunos aviones hacia nuestro aeropuerto”, le contó a BBC Mundo Bryan Higgs, uno de los encargados de la seguridad del Aeropuerto Internacional de Gander.
Esos “algunos” resultaron ser 38 aviones dedicados a vuelos transatlánticos. Y en un lapso de cuatro horas, la apacible población de Gander pasó a tener 6.800 refugiados, quienes debieron esperar en tierra durante casi dos días antes de poder seguir su viaje o regresar por donde habían venido.
6.800 personas en un pueblo que sólo tenía 500 camas disponibles para alojamiento y cuya población estable ni siquiera duplicaba en número a los recién llegados: 9.000 para esa fecha, unos 11.000 habitantes hoy.
Pero la emergencia impensada fue suficiente para que todo un pueblo mostrara su generosidad y hospitalidad con los estadounidenses y con personas de varias partes del planeta que viajaban aquel 11 de septiembre hacia EE UU.
“Por las noticias nos dimos cuenta de la gravedad de los hechos: dos aviones se habían estrellado contra el World Trade Center. Pero lo cierto es que nadie en los aviones que iban desviando hacia aquí tenía acceso a esa información”, relató Higgs.
En el aire, los pilotos y los pasajeros solo sabían que tenían que aterrizar en el primer aeropuerto que encontraran.
Y para 38 aeronaves, ese lejano punto ubicado justo debajo del ártico fue el lugar para hacerlo.
La ciudad de la isla
La pista de la localidad canadiense no era ajena al flujo de esos enormes aparatos. Años atrás, cuando los jumbos no tenían la capacidad de traspasar el Atlántico de un solo envión, paraban en Gander para reabastecerse y seguir su ruta hacia Europa.
Su aeropuerto se construyó a comienzos del siglo XX, dada la conveniencia de su situación geográfica: casi en el extremo noreste del todo el continente norteamericano.
De hecho, este paraje en la isla de Newfoundland y a unos 2.500 kilómetros de la capital Ottawa, fue un punto estratégico en el camino de las tropas aliadas hacia territorio enemigo durante la II Guerra Mundial.
Pero la tecnología había transformado aquello: los aviones ya no necesitaban detenerse allí antes de aventurarse por los límites del círculo polar ártico y Gander se convirtió en un aeropuerto histórico, con un promedio de apenas siete vuelos diarios de tipo comercial, más los privados o de pequeña escala.
Hasta ese 11 de septiembre, que se convirtió en el primer aeropuerto en norteamérica para las rutas que llegaban desde el Atlántico.
“Tuvimos que estacionar todos esos aviones, desde los enormes 747 hasta algunas aeronaves militares, en la pista del aeropuerto e iniciar un plan de emergencia para atender a todas las personas que estaban llegando a Gander”, explicó Higgs.
“Por ejemplo, adaptamos una sala de espera para acondicionarla como oficina de inmigración y otra como recepción de aduanas”, añadió.
Lo que todos tenían claro –pasajeros y locales– es que nadie sabía cuándo podrían volver a levantar vuelo y llegar a su destino.
Por esa razón, las autoridades del pueblo dispusieron un centro de atención e instalaron un alojamiento temporal en el coliseo de la primaria.
Algunos habitantes del pueblo ofrecieron sus casas para hospedar a los viajeros.
Hasta los buses escolares fueron dispuestos para transportar a los nuevos habitantes de Gander.
“La reacción fue sobrecogedora. Muchas personas vinieron hasta la alcaldía y las iglesias para ofrecer su ayuda en la preparación de alimentos, otros donaron ropa porque muchos no tenían acceso a sus maletas, aportaron colchones, etc”, relató Carl Richardson, uno de voluntarios que trabajó durante esos días con el Ejército de Salvación de Gander.
“Todo el pueblo se puso a disposición de esta emergencia. Fue una verdadera muestra de solidaridad”, añadió.
Incertidumbre
A pesar de la cálida bienvenida de los canadienses, los pasajeros no tardaron mucho en darse cuenta del horror que se había vivido en Nueva York en la mañana de aquel 11 de septiembre: las pantallas de televisión mostraban una y otra vez la secuencia macabra de las aeronaves estrellándose contra la piel plateada de las torres.
Y en las fotografías que publicaron en aquel entonces los medios locales de Newfoundland se puede ver el rostro de alivio de algunas personas que estaban varadas en aquella localidad.
Sin embargo, solo tenían el plano general de los hechos aportado por las noticias.La información sobre casos particulares era escasa.
Y aún allí, la hospitalidad no faltó.
Uno de esos casos era el de la pareja de esposos Dennis y Hannah O’Rourke, quienes viajaban desde Dublin, Irlanda, hacia Nueva York y tuvieron que hacer aquella escala obligada en Gander.
“No sabíamos que nuestro hijo Kevin, quien trabajaba como bombero, había sido uno de los primeros en atender la emergencia en la torre sur cuando fue atacada”, le dijo Hannah a la cadena de noticias CBS.
En Gander fueron recibidos por Beulah Cooper, quien no solo les ofreció una cama para dormir y buena comida casera, sino que –según cuentan– fue además una buena compañía durante aquellos días de zozobra en que no tenían ninguna noticia sobre Kevin.
“Solo cuando volvimos a Nueva York supimos que Kevin había muerto cuando la torre colapsó. Por eso no podemos olvidar el consuelo y el afecto que Beulah nos dio durante esos días en Gander”, dijo Hannah.
Ambiente festivo
Greg Seaward, actualmente funcionario del gobierno de Gander, recuerda que, a pesar de la atmósfera lúgubre que se sentía en el vecino Estados Unidos, durante esa semana en Gander se vivió un ambiente de fiesta, de música, de alegría.
“Las primeras horas fueron un reto para todos, pero a medida que pasaron los días, ver tanta gente en el pueblo hizo que se convirtiera en una especie de festival”, le dijo Seaward a BBC Mundo.
Del colegio se sacaron los instrumentos musicales y la gente ocupó las esquinas del pueblo para entonar varias melodías.
“Varios vecinos hornearon tortas para celebrar el cumpleaños de los niños en el coliseo del colegio. Recuerdo que otros se disfrazaron de payasos y estuvieron en la fiesta”, detalló Seaward.
Y añadió: “Éramos en ese entonces unas 9.000 personas en Gander y, de repente, por un evento que no esperaba nadie, ese microcosmos recibió 7.000 personas más. Fue algo tremendo”.
El adiós
Entre el 14 y 15 de septiembre la operación “Cinta Amarilla” (Yellow Ribbon Operation), como se había denominado a la orden de desviar los aviones hacia Canadá, se dio por finalizada y las aeronaves comenzaron el proceso de retomar su camino.
“Fue un reto para nosotros, porque la mayoría de las aeronaves estaban estacionadas en la pista, pero de forma ordenada logramos crear un sistema para que todos los aviones salieran sin problemas”, explicó Higgs.
En pocas horas el pueblo se vació y de nuevo regresó al curso habitual de sus días. Pero todos sabían que algo extraordinario había pasado.
“Recuerdo que al poco tiempo vino a celebrar su matrimonio una pareja que se había conocido durante esa semana en Gander. Nos dijeron que lo que había pasado aquí nunca lo podrían olvidar”, narró Seaward.
Y con el tiempo la hospitalidad de los habitantes de Gander se convirtió en leyenda: fue registrada en los principales diarios del mundo como The New York Times y el tema de la película “Diverted” (“Desviados”), estrenada en 2009.