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domingo, 6 de mayo de 2012

Un país rico con miedo al futuro


Cuentan los periódicos franceses que mucha gente estos días está yendo a los notarios para hacer donaciones a sus hijos. Temen que si François Hollande gana hoy las elecciones, el Estado se convertirá en un monstruo recaudador que les robará el dinero. Lo curioso es que no solo son los millonarios quienes lo hacen; también obreros y pequeños comerciantes temen por sus ahorros. “Será peor que en el 81”, decía el otro día una rica hacendada de provincias en el diario Libération, rememorando la victoria de François Mitterrand, único socialista que ha presidido la República desde la posguerra.
 El viejo pánico a la voracidad de la izquierda ha regresado a esta Francia decadente y venida a menos, pero todavía más enferma de riqueza que de pobreza. Azotada por la crisis y el paro, aunque en mucho mejor situación que sus vecinos del sur, la fibra profunda de la segunda economía del euro se mueve hoy entre la cerrazón, el inmovilismo, el recelo a Europa, la obsesión por la pérdida de identidad, la disolución de las patrias y la desaparición de las fronteras.
Pese a todo, la riqueza y el bienestar se miden todavía en ejemplos que dejan atónito al visitante: el Estado aún paga sueldos a los artistas (ya sean nacionales o extranjeros) mientras estos no trabajan, los funcionarios hacen 35 horas semanales y mantienen el sueldo intacto, y en plena campaña electoral, con los dos candidatos compitiendo en promesas proteccionistas, París lleva dos semanas paralizada y sin coches porque ha habido vacaciones escolares de primavera.
Francia asiste como si fuera una isla desmembrada del continente a la decadencia europea y al nuevo reparto de la influencia mundial decidido por la globalización. Resulta curioso, porque Disney acaba de cumplir 20 años en las lluviosas afueras de París y es hoy el primer destino turístico de Europa y da trabajo a 14.000 personas; Catar invierte millones de petrodólares en el fútbol, las armas, la política o los suburbios de las ciudades, y las empresas francesas han colonizado durante siglos África, las Antillas y Oceanía, pero los franceses siguen teniendo miedo del mundo exterior. La pregunta es: ¿qué deberíamos sentir los demás?
Nicolas Sarkozy ganó las elecciones presidenciales de 2007 prometiendo a los franceses la gran ruptura y una revolución liberal. Cinco años después, Francia ha perdido su triple A, la deuda pública ha batido todos los récords conocidos y roza el 89% del PIB, el paro ha aumentado en un millón de personas y el déficit se sitúa en el 5,2% mientras el país crece al 1%.Nicolas Sarkozy ha invocado cientos de veces la palabra España para atemorizar a los votantes con el presunto despilfarro que supondrá la victoria de François Hollande. Sabe muy bien que los franceses temen acabar como los españoles, los griegos o los portugueses. Dejando aparte que Hollande propugna el fin de la austeridad a perpetuidad pero ofrece casi las mismas recetas de gastos e ingresos que Sarkozy para los próximos cinco años (solo que con una distribución más justa y un plazo más suave: déficit cero en 2017 frente al 2016 de Sarkozy), y obviando el cinismo que supone que fuera el mismo Sarkozy uno de los cómplices que obligó a la España gobernada por José Luis Rodríguez Zapatero a abrazar las tesis del rigor mortis de Angela Merkel, resulta cuando menos irónico que el presidente saliente trate de presumir de buen gestor.
Sin una estrategia industrial, con una competitividad mediocre y habiendo renunciado a liberalizar y a apostar por la educación y la innovación, el milagro Sarkozy ha quedado limitado a aguantar el tirón. Durante cinco años, la derecha ha fracasado en el intento de reparar un ocaso lento e inexorable que, como en los años treinta del siglo XX, ha instalado en los pliegues más profundos del país una marcada fragmentación política.
Cabalgando la política del chivo expiatorio, la populista xenófoba Marine Le Pen y el populista de origen húngaro Sarkozy han atizado el miedo hacia el otro, vendiendo a sus votantes una especie de Línea Maginot imaginaria y aldeana: nada de espacio Schengen, nada de libre comercio, nada de deslocalizaciones. Francia será forte. Se aislará del mundo, volverá la grandeur y todos podrán leer a Stéphane Camus (Sarkozy quiso decir Albert, pero tuvo un lapsus).
Pero basta visitar el gran feudo norteño de Marine Le Pen, Hénin-Beaumont, una mancomunidad que agrupa a 14 municipios y 125.000 habitantes, y su región, Norte Paso de Calais, para darse cuenta de que el 18% del voto del Frente Nacional en la primera vuelta es en gran medida un grito de socorro contra la crisis y un mensaje de protesta contra los dos grandes partidos, la UMP y el PS, que se reparten el poder presidencial y municipal en el país.A veces se diría que Sarkozy ha perdido el sentido de la realidad y cree de verdad que Francia estará mejor sola que dentro de Europa. Hace solo dos meses solo hablaba de copiar las reformas del excanciller alemán Gerhard Schröder, y ahora copia y pega las ideas de Marine Le Pen. Todas, salvo la salida del euro y el regreso al franco. Hasta ahí no ha llegado, o al menos no había llegado el viernes, cuando se cerró este reportaje.
En los años setenta, Hénin-Beaumont era un territorio minero, una tierra de aluvión donde había inmigrantes españoles, italianos y marroquíes, húmedo y dominado por el Partido Comunista Francés. Cuando en los años ochenta se acabó la minería y llegó la modernidad con un polo industrial made in France (Renault, Faurecia, Samsonite, Metaleurop, pero también McDonalds y KFC), la pequeña ciudad pasó a ser un feudo socialista. Una vecina española, María Francisca González, recordaba el mes pasado que en 1981 “todo el pueblo se tiró a la calle para festejar la victoria de François Mitterrand”.
Pero las cosas cambiaron mucho en los últimos años. Desde 2008, la crisis, las deslocalizaciones y los cierres dispararon el paro en el pueblo hasta las cotas más altas del país, por encima del 15%. Las calles se llenaron de carteles de se vende y de locales de apuestas. El Partido Socialista local dejó de existir como tal en 2009 porque el alcalde, Gérard Dalongeville, fue encarcelado por corrupción, y la UMP, que siempre había estado ausente, siguió sin aparecer.
El hundimiento político, social y económico tuvo efectos inmediatos: en 2010, el Frente Nacional sacó aquí el 48% de los votos en las municipales; y en 2011, la ultraderecha superó el 51% en los comicios regionales, ganando en 21 de los 38 cantones de Pas-de-Calais y rozando el 80% en Beaumont. Marine Le Pen se convirtió en consejera regional e instaló aquí su base: el Frente Nacional había dejado de ser un club de ricos jubilados de la Costa Azul. Como hizo la Liga del Norte en Lombardía, la ultraderecha salía del ostracismo con el voto obrero. En la primera vuelta de las presidenciales, hace dos semanas, Le Pen sacó el 35% de los votos.González, tan roja y dispuesta como su madre republicana, acompaña al periodista a ver el camino que une los concejos hermanos de Hénin y Beaumont. “Este es el bulevar de la desolación”, dice. Mientras el coche avanza, hace el recuento: “Renault despidió a gran parte de su plantilla, Faurecia ha vivido huelgas y despidos, cerró Metaleurop después de tener dos años a los trabajadores bajo unas condiciones de seguridad lamentables, y con Samsonite fue peor: llegaron unos emprendedores de plantas solares, pero cogieron la subvención del Gobierno para las energías renovables y cuando formaron a los trabajadores cerraron la fábrica dejando en la calle a 1.500 personas. Los típicos patrones bandidos”.
El asalto frentista a esta tierra desolada debería haber desmontado el mito que afirma que la inseguridad ciudadana y la inmigración son los dos núcleos en los que se funden los votos y la ideología de la ultraderecha francesa: las clases populares de esta zona son en gran parte obreros en paro, inmigrantes o hijos de inmigrantes, y muchos votan a Le Pen. Ahora, en Hénin-Beaumont, solo hay dos sedes oficiales: la del Frente Nacional, un primer piso casi clandestino situado encima de una óptica, y la del Frente de Izquierdas del extrotskista Jean-Luc Mélenchon, que en la primera vuelta sacó aquí el 15% de los votos. Entre los dos frentes, el 50%.
En realidad, el relato de las fronteras de Sarkozy es una fantasía. Francia acude a las urnas con más pánico que esperanza porque la industria se ha desangrado (medio millón de empleos perdidos en cinco años), el paro ha crecido hasta el 10% —el presidente prometió bajarlo al 5%— y la balanza comercial cerró 2011 con un saldo negativo de 70.000 millones. Pero mientras los políticos llaman un día sí y otro también a replegar las velas proteccionistas de Europa, los funcionarios y sindicatos se resisten a apoyar la menor reforma, los habitantes de los suburbios no acceden al centro de las ciudades y las minorías y las mujeres siguen lejos del poder económico.
Ese es el balance real de Sarkozy, y lo que convertiría su victoria hoy en una monumental sorpresa o un síntoma de que realmente Francia está como estaba en los años treinta y la cosa no tiene buena solución.
Así y todo, lo cierto es que medio país no se fía de que los socialistas lo vayan a hacer mejor. Belén Cánovas, una treintañera que vive en el riquísimo distrito VII de París, cree que “sus ideas son buenas, pero cuando llegan al poder hacen muchas tonterías, como la semana de las 35 horas, que ha sido un desastre”. Su conclusión, en todo caso, es que “los franceses no son conscientes de la suerte que tienen. Tenemos un sistema social espléndido, pero la gente se sigue quejando. El problema es que creen que todo eso se puede mantener sin trabajar”.
Cerca de la Torre Eiffel, el quiosquero de la calle de Grenélle, monsieur Trulin, de origen árabe, afirmaba hace unos días que la gauche se llevará el gato al agua: “A la gente no le gusta la personalidad de Sarkozy. Aunque es muy inteligente, tristemente las clases medias no le quieren. Su ‘trabajar más para ganar más’ ha acabado siendo ‘trabajar más para pagar más’. Ganará la izquierda para hacer el trabajo sucio que hay que hacer, que es mucho”.
The Economist, sin embargo, ha dicho que sería mejor que ganara Sarkozy. Cinco años después, los gurús del liberalismo británico reconocen que su balance reformista ha sido mediocre, pero creen que Hollande es “muy peligroso para Francia y para Europa porque quiere mantener a toda costa el Estado social más caro del continente”, que cuesta el 56% del PIB.
Y así están las cosas: en solo unas semanas, Hollande ha pasado de ser apodado Flanby (un flan preparado) a ser un peligro para Europa. Pero muchos de los que le subestimaban han ido dando marcha atrás. Primero se dijo que vencería por defecto, por eliminación de un adversario muy impopular, pero desde que ganó la primera vuelta la percepción ha cambiado, y hoy toda Europa le ve como el político que se atrevió a decirle a Angela Merkel tres cosas: “Alemania no puede decidir sola en nombre de toda Europa”, “solo con la austeridad no vamos a ninguna parte” y “es urgente cambiar la política europea para crecer y crear empleo”.Hollande, afirmaba la revista, no tendrá las agallas necesarias para emprender las reformas que necesita Francia (mercado laboral, competitividad, descentralización...). Las mismas reformas, huelga decirlo, que Sarkozy no hizo mientras estuvo en el poder.
El panorama ha cambiado tanto que hoy Merkozy –ese gran invento de la mercadotecnia francesa— parece haber pasado a los anales antes de que los votantes certifiquen siquiera su muerte clínica. A su modo prusiano, Merkel y el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, se han puesto a pensar en el pacto por el crecimiento promovido por Hollande, y este extraño diálogo a distancia ha dejado a Sarkozy en claro fuera de juego. La canciller se ha mostrado favorable a reforzar la capacidad del Banco Europeo de Inversión y a utilizar los Fondos Estructurales de la UE para apoyar el crecimiento. Son dos de las cinco medidas que Hollande enviará por carta el 7 de mayo, si gana, a los jefes de Gobierno europeos. Las otras son los eurobonos (tremenda herejía), reabrir la discusión sobre el papel del BCE (anatema) y la tasa a las transacciones financieras.
La negociación francoalemana, anticipa el favorito, “será firme, pero amistosa”. Aunque Merkel advierte de que el tratado fiscal no se toca porque está en proceso de ratificación, los alemanes trabajan ya un apéndice al texto. Hollande ha dicho que Francia no ratificará el pacto si no se añaden medidas de estímulo. Y además, aun con la boca pequeña, se ha mostrado abierto a dar más fluidez al mercado laboral y a mejorar la eficacia del Estado, las dos reformas que Merkel y su mano derecha en Fráncfort vislumbran para Francia.
En tierra de nadie, a medio camino entre sus dos grandes vecinos: la rica, odiada y admirada Alemania, y la hoy pobre, austera y temida España, Francia deberá buscar fuera lo que no tiene dentro: posibilidades de invertir. Los economistas coinciden en que a lo máximo que puede aspirar ahora es a preservar su admirado y carísimo Estado social subiendo la presión fiscal y recortando (pero muy poco) el nivel de gasto.Hollande sabe bien una cosa: Francia no podrá crecer y por tanto no tendrá influencia si la UE no da un giro keynesiano y financia nuevas infraestructuras y la transición hacia la energía verde. Berlín prefiere las reformas estructurales para sentar las bases de un crecimiento a (muy) largo plazo. Pero si gana el peligroso Hollande, y Merkel pone las barbas a remojar, quizá también este fundamentalismo se relaje un poco.
Los dos candidatos favoritos lo saben bien, y la música de sus programas económicos suena casi idéntica. Hollande, acusado de manirroto por Sarkozy, ofrece un ajuste de 90.000 millones entre 2012 y 2017, con 50.000 millones de subida de impuestos y 40.000 millones de ahorro. Sarkozy, que presume de rigor y austeridad, ha enviado su Plan de Estabilidad a Bruselas con cifras muy parecidas, pero contando desde 2011 y equilibrando las cuentas en 2016: 115.000 millones de ajuste, repartidos en 75.000 millones de ahorro (milagroso, con una previsión anual del 0,4% de aumento del gasto), y 40.000 millones más de impuestos.
“Estamos en la fase del control presupuestario y obligados a reducir el déficit”, explica el economista Jérome Sgard, especialista del Centro de Estudios e Investigaciones Internacionales (CERI), “y por eso las estrategias de Hollande y Sarkozy son muy parecidas: los dos piensan que el Estado social, la sanidad y el desempleo se pueden costear y preservar simplemente subiendo los impuestos y manteniendo el gasto al nivel de la inflación: y los dos creen que pueden salir de la crisis fiscal sin hacer reformas estructurales”.
Sí, a diferencia de España o Italia, en Francia nadie habla todavía de reformar el mercado de trabajo. En los programas de los favoritos no hay ni mención a las medidas que Alemania impone hoy al sur, que Schröder puso en marcha hace una década y que muchos consideran el secreto del éxito teutón. Quizá porque los franceses conocen mejor que nadie el poder de bloqueo de los sindicatos, lo más parecido es que Sarkozy plantea flexibilizar el sistema de prestación de desempleo (sometiendo la reforma a un referéndum para evitar el boicot sindical).
“Sería una medida muy impopular, y además Bruselas no nos lo exige porque cree que estamos mejor que los países del sur”, explica el profesor Sgard. “La ventaja de la economía francesa es que fiscalmente es mucho más sólida que la italiana, y no tiene el terrible problema español con los bancos atrapados en el sector inmobiliario”.
¿Y la desventaja? Que la distancia entre Francia y los países ricos del norte europeo —Alemania, Países Bajos, los escandinavos— ha ido aumentando sin cesar en los últimos años. “Crecemos mucho menos que Alemania porque no hemos apostado por los sectores adecuados, la tecnología avanzada, la innovación y la investigación. Estamos más o menos como Reino Unido, a mitad de camino entre el norte y el sur”, afirma Sgard.
Al ver el exitazo de The Artist e Intocable, cabe preguntarse si no será la excepción cultural el producto nacional que mejor se vende fuera… Junto a los bolsos de Louis Vuitton y otros lujos, claro. “No exageremos”, bromea Sterdyniak. “Todavía somos fuertes en turismo y agroalimentario, en trenes y aviones, y aún tenemos la química y la farmacia, aunque es verdad que la pérdida de competitividad y la ausencia de una política coherente han dañado nuestras industrias”.
Paradójicamente, si algo caracteriza a la Francia del siglo en el que se ha puesto en cuestión el Estado de bienestar es su elefantiásico sector público. Mantenerlo cuesta una fortuna, más de la mitad de la riqueza nacional: el 55,9% del PIB en 2011 (contra el 43,3% de media en los países de la OCDE). Comparado con el alemán, quizá parezca caro y poco eficiente, pero sigue siendo el orgullo y la joya de la República. La gran duda consiste en saber si es sostenible y por cuánto tiempo lo será ese mamut estatal que ampara a 65 millones de franceses de las turbulencias del capitalismo salvaje. En cualquier caso, no parece que Francia, gane quién gane el 6 de mayo y mande quién mande en Bruselas, vaya a convertirse en un paraíso ultraliberal a corto plazo. Sobre todo, si gana el peligroso Hollande.
Philippe Manière, autor del libro El país donde la vida es más dura(Grasset), ha escrito en el Financial Times que “la globalización está revelando la injusticia del modelo francés. La promesa de igualdad, central en el pacto republicano, ha sido traicionada porque siempre son los mismos quienes corren los riesgos (especialmente el de perder su trabajo), mientras otros disfrutan las oportunidades (buena carrera y buen salario). Y esto refleja la inmovilidad social de un país (…) donde los caminos del éxito están cerrados para los jóvenes, las mujeres, las minorías étnicas y los que no nacen en buenas familias”.
Esa distancia de las élites, alianza política, mediática y empresarial explica en buena parte el fenómeno del Frente Nacional y a la vez el del Frente de Izquierdas, porque los dos beben, más que del apoyo de nostálgicos fascistas y comunistas, que también del voto indignado y antisistema.
 AFP/EL PAIS