La venganza está llamando a las puertas de Guerrero. La desaparición y probable asesinato de 43 estudiantes de magisterio en Iguala ha desencadenado una oleada de furia de sus compañeros cuyas consecuencias pocos se atreven a prever. Más de 2.000 normalistas procedentes de la vecina Michoacán llegaron este martes a la Escuela Rural de Ayotzinapa para apoyar a sus compañeros en la "lucha" que mantienen abierta para dar con el paradero de los compañeros desaparecidos el pasado 26 de septiembre tras un salvaje enfrentamiento
Estos refuerzos, aupados por una cadena de solidaridad y de huelgas universitarias, se presentan en vísperas del temido miércoles, la fecha límite dada por los estudiantes a las autoridades para que encuentren a sus camaradas. Si entonces no se ha avanzado, amenazan con desatar su furia. Un anticipo de esta cólera se vio el lunes por la tarde, cuando asaltaron y quemaron sin contemplaciones el Palacio de Gobierno de Guerrero, en Chilpancingo, la capital. "Lo hicimos para que supieran lo que va a venir. Esto no va a parar hasta que no demos con nuestros amigos. Han pasado 18 días y no sabemos nada de ellos", afirmó a este periódico uno de los líderes normalistas.
Ante esta bomba de relojería, cuya onda expansiva amenaza con salpicar al propio Gobierno federal, las autoridades respondieron con un pretendido golpe de efecto, abatiendo por la noche a tiros a Benjamín Mondragón, un supuesto cabecilla del cartel de Guerreros Unidos, la organización criminal que controla Iguala y cuyos sicarios, infiltrados hasta la médula en las fuerzas de seguridad municipal, participaron en la matanza y secuestro de estudiantes.
La estocada policial, nimia en comparación con la magnitud de la tragedia, apenas tuvo efecto en Chilpancingo. En la desangelada ciudad, hundida bajo un sol de plomo, toda la tensión se concentraba en la inminente demostración de fuerza de los normalistas. A lo largo de las avenidas y edificios principales se apostaban agentes antidisturbios. Pero no era un despliegue de músculo policial, sino más bien de vigilancia a distancia. Con un paso atrás, los agentes evitaban su exhibición. En el caso del Palacio de Gobierno, blanco de la iras de los normalistas, los antidisturbios, entretenidos comiendo fruta, incluso se habían encerrado dentro del recinto, un complejo de siete edificios, de cristales rotos y en cuya fachada principal, como un signo de los tiempos, era bien visible la mordedura del fuego.
Afuera se arremolinaban algunos trabajadores que habían acudido a echar un vistazo, recoger sus papeles o simplemente departir con sus colegas. “Pues ya ve, hoy aquí no se trabaja”, decía un empleado que, como otros, evitaba dar su opinión sobre las desapariciones. Nada extraño en un estado donde el crimen es casi tan común como el mal tiempo. “Y yo qué le voy a decir”, comentaba otro.
El miedo y el silencio. Dos tumores que en los últimos años han avanzado a pasos agigantados en Guerrero. Y que ahora, por primera vez en mucho tiempo, ven amenazado su imperio. La movilización emprendida por estudiantes y padres, junto al espanto general detonado por las atrocidades de Iguala, han puesto a las autoridades del Estado, el más violento de México, frente a un incendio que difícilmente se apagará. De nada han servido los continuos llamamientos a la calma del gobernador, Ángel Aguirre, ni sus extemporáneas declaraciones señalando que los cadáveres hallados en las fosas no correspondían a normalistas. La incapacidad para identificar con rapidez los cuerpos descubiertos o para aportar una respuesta clara y contundente a un enigma que lleva más de dos semanas hundiendo en el dolor a los padres y compañeros, han hecho estallar la olla a presión. Las consecuencias son difícilmente calculables.
Ya no se trata solo de nuevos ataques, sino de que los estudiantes emprendan una senda de violencia estructurada y continua que hace años abandonaron. De ideología radical, los normalistas han sido durante décadas el principal semillero de las guerrillas del sur. Una tradición venerada, pero que había quedado como un vestigio del pasado, hasta que la muerte y desaparición de sus compañeros les han movilizado como nunca en años. Y si en los primeros días, mientras acompañaban a los padres de las víctimas en las tareas de búsqueda, sus “acciones” no pasaron de cortar carreteras y tomar puestos de peaje; ahora, han escalado en la selección del objetivo y elegido un primer blanco político: el Palacio de Gobierno, el símbolo de los males que para ellos aquejan a Guerrero. Al gobernador le acusan, cuando no de connivencia con el narco, sí de lenidad en su persecución.
Aguirre, llamado El Cacique de la Costa Chica, representa como pocos la adherencia al cargo de ciertos políticos mexicanos. Durante 30 años militó en el PRI, donde disfrutó, como senador, diputado federal y hasta gobernador interino, de las mieles del poder. Pero la decisión de su partido de descartarle como candidato en las pasadas elecciones de 2011, le llevó a pasar con todo su bagaje al PRD (izquierda). Un salto del que, haciendo gala de su enorme conocimiento del terreno, resultó vencedor. Desde entonces, la acelerada descomposición que ha vivido Guerrero ha erosionado fuertemente su figura. Una degradación que la matanza de Iguala ha llevado al extremo.
El propio Aguirre, consciente de que está sentado sobre un polvorín que cualquier mal gesto puede prender, ha evitado verse las caras con los normalistas. Sus declaraciones han adoptado un tono conciliador y atribuido la culpa a otros, concretamente al alcalde de Iguala y su esposa, fugados tras los hechos. Pero su cabeza, es un secreto a voces, es pedida dentro y fuerza de su partido. Él, de momento, se resiste, pese a que la situación se degrada día a día y, en la calle, miles de jóvenes enfurecidos se preparan para tomar venganza.EL PAIS