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miércoles, 5 de noviembre de 2014

INTERNACIONALES

La historia de una ambición ha llegado a su fin. Tras dejar en evidencia durante casi 40 días a las fuerzas de seguridad mexicanas,el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, considerados los autores intelectuales de la desaparición de los 43 estudiantes de magisterio, fueron capturados en una oscura madriguera del Distrito Federal. En su detención, meticulosamente diseñada por la cúpula policial, no hubo tiros ni gritos. La pareja que durante dos años impuso un reino del terror en Iguala, el matrimonio cuya sed de poder desembocó en una vorágine de violencia sin apenas parangón en México, fue apresada de madrugada mientras dormían mansamente en una paupérrima casa de cristales rotos en el número 27 de la avenida de Jalisco, en el popular distrito de Iztapalapa. En su escondite, sólo disponían de una cama y una mesa. Por su captura, se ofrecían 120.000 dólares de recompensa.

Su caída arroja una primera luz en el largo y terrorífico túnel en que se ha convertido el caso Iguala. De sus declaraciones, los investigadores esperan obtener pistas que permitan dar con el paradero de los estudiantes. Un objetivo que se ha convertido en un clamor nacional y que, cada día que pasa sin resultados, ahonda la crisis política abierta por la desaparición de los normalistas el pasado 26 de septiembre. Las autoridades, con la detención, se quitan además la espina de incompetencia que tenían clavada desde que, a los tres días de los hechos, la pareja, responsable directa de la feroz represión policial que acabó con la vida de seis personas y el secuestro de 43, se dio a la fuga tras pedir tranquilamente una baja municipal. La imagen del alcalde declarando que, en la noche en que Iguala fue presa de la barbarie, él no se había enterado de nada porque había estado de baile y cena con su esposa, se había vuelto un símbolo de la impunidad que corroe México.

En poder de los Abarca se ocultan muchas claves de este enigmático caso. La principal es su vinculación con el narco. Las declaraciones del detenido líder del cartel de Guerreros Unidos, Sidronio Casarrubias Salgado, sitúan a ambos en la cúpula local de la organización. La pareja, apoyada por este poder oscuro, había protagonizado un fulgurante ascenso social. En pocos años pasaron de vender sandalias y sombreros de paja a dirigir un pequeño imperio inmobiliario en Iguala. Desde esta atalaya dieron el salto a la política. Apoyado por el factótum local del PRD, Abarca se hizo en 2012, sin experiencia política alguna, con la alcaldía de la tercera ciudad del Estado de Guerrero, el más violento y pobre de México. Como regidor, puso el control de la Policía Municipal en manos del cartel de Guerreros Unidos, que directamente elegía a los agentes. Durante su mandato, las tropelías y abusos se dispararon. Hombre de carácter despótico, Abarca fue acusado de eliminar personalmente a sus rivales políticos. Así ocurrió con el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de Unidad Popular, un movimiento de defensa de los derechos de los campesinos. Hernández Cardona, tras una agria disputa con el alcalde, fue torturado y asesinado junto a otros dos dirigentes de su organización. Un superviviente declaró que fue el propio Abarca quien le mató de dos tiros. Uno en la cara y otro en el pecho. La acusación cayó en el cajón del olvido.

En este entramado, la esposa ocupaba un papel central. Hija de una operaria del capo Arturo Beltrán Leyva, el llamado Jefe de Jefes, y hermana de los dos narcos que crearon el embrión de Guerreros Unidos antes de morir asesinados por una supuesta traición, Pineda Villa manejaba los hilos financieros del cartel en Iguala. Dominante y de trato duro, su ambición había crecido en los últimos tiempos y ya tenía planeado presentarse a la alcaldía en las elecciones de 2015. Para ello había lograda ser nombrada consejera estatal del PRD (izquierda) y ocupado la dirección de un organismo municipal de asistencia social. El día de las desapariciones había organizado en el zócalo de Iguala el acto que debía servirle de pistoletazo de salida en su carrera electoral. Fue entonces cuando los normalistas, procedentes de su escuela en Ayotzinapa, llegaron a la ciudad. Su entrada fue avistada por los halcones del narco. La policía alertó al alcalde y su esposa. Estos, temerosos de que fuesen a reventar el acto, exigieron impedirlo a toda costa. La orden dio paso a la barbarie. Los estudiantes fueron tratados como sicarios rivales. Apoyados por agentes de la vecina localidad de Cocula, también controlada por el narco, la policía municipal desató una feroz persecución. A tiros mataron a dos estudiantes, a un tercero lo desollaron vivo y le arrancaron los ojos. A otras tres personas las asesinaron, tras disparar 400 balazos, al confundirlas con normalistas. Decenas de estudiantes fueron conducidos a la comandancia policial, y en un plan diseñado para borrar las huellas, fueron entregadas a los agentes de Cocula que, a su vez, los pusieron en manos de los liquidadores del narco. El propio jefe de los sicarios informó a líder de Guerreros Unidos de la captura. En sus mensajes, identificó a los jóvenes como integrantes del cartel rival de Los Rojos. Casarrubias dio orden de “defender el territorio”.

Los estudiantes, en una noche sin apenas luna, fueron llevados en camionetas de ganado a los cerros. En este punto se pierde su pista. Los indicios apuntan a que fueron exterminados. Pero las identificaciones de los cuerpos hallados en las fosas no han permitido corroborar esta hipótesis. La detención de los Abarca puede arrojar luz sobre las tinieblas. EL PAIS