(EFE).- Doce años después de que fuera masacrado por los paramilitares el caserío colombiano de La Gabarra, en la región del Catatumbo y fronteriza con Venezuela, los supervivientes trabajan por la reconciliación en medio del acoso guerrillero.
La comunidad organizada en juntas vecinales se ha propuesto hacer de este enclave, en el norteño departamento de Norte de Santander, un lugar próspero para los que resistieron a la violencia y los desplazados que empiezan a regresar.
Ese es el espíritu reinante durante la sexta edición del Festival por la Vida, que se celebra hasta el domingo en La Gabarra y que en esta ocasión ha sumado a las actividades simbólicas y lúdicas la convocatoria de audiencias abiertas a las víctimas para que los exparamilitares respondan por el paradero de sus seres queridos.
El “paro armado” decretado primero por el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y con el que amenazaron después las Farc alcanzaron a enturbiar la cita, pues impidieron la asistencia de algunos funcionarios y ocasionaron cortes de luz que obligaron a retrasar el inicio de las audiencias.
Aún así, las versiones libres (declaraciones de paramilitares) siguieron en pie, porque, según dijo a Efe el presidente de la Asociación de Juntas Comunales de La Gabarra, Henry Pérez Ramírez, eran el evento más importante del festival, al permitir que “mucha gente pueda saber la verdad” y aclarar sus procesos.
Aquello llevó hasta allí a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) y luego a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, ultraderecha armada).
En mayo de 1999, los paramilitares de las AUC se hicieron dueños de este poblado de la región del Catatumbo, llamada así por el río que la baña, y rica en petróleo y recursos minerales.
Ocuparon las veredas, las casas del casco urbano y sembraron la zona de desapariciones, desplazamiento y despojo de bienes, en medio de al menos tres masacres colectivas que dejaron, según los campesinos, cerca de 5.000 muertos.
Pero las muertes documentadas oficialmente por esos hechos no llegan a 200.
“Hay muchos casos, y uno no aspira a que todos queden claros, porque éste es un proceso que tiene una incursión de violencia durante casi cuatro años que no se va a aclarar de un momento a otro (…) y que tampoco los excomandantes van a decir todo”, manifestó Pérez.
Adicionalmente hay un sinfín de denuncias que nunca se presentaron o bien no se tramitaron correctamente, como el caso de una campesina que no quiso ser identificada después de haber puesto en riesgo su vida cuando buscaba a su hijo desaparecido desde entonces.
“A veces pregunto, ¿será que el hijo me va a quedar impune de lo que pasó y fuera de lo que a mí me hicieron?”, cuestionó esta mujer en una entrevista con Efe, al reconocer que el mayor alivio a su dolor estaría ligado a que “sea realidad que al menos el cuerpo aparezca”.
Para otros, como el líder de la junta del barrio de Villa Esperanza, Ramón Pérez, conocer los pormenores del supuesto asesinato de dos de sus hermanos y un cuñado por los paramilitares es un derecho, pero no sería suficiente para sanar su dolor: “No, no lo podré sacar, hasta que me muera así”, admitió conmovido.
Asimismo permanecen en pie viviendas sobre el río desde las que, según los supervivientes, cuerpos sin vida se arrojaban y teñían de sangre el Catatumbo.
A pesar de ello, los campesinos celebran el logro de tener agua, electricidad y televisión por cable, y sueñan con aplanar algún día el farragoso camino de trocha que lleva a La Gabarra y que esperan favorezca al comercio, conduciéndoles así a la reconciliación con su pasado.