Recordando aquel superlativo hebreo de la antigüedad que magnificaba los
elementos con repeticiones como “señor de señores”, o “cantar de los cantares”,
quiero pensar en “Cien años de Soledad” como una “historia de las
historias”.
No la he vuelto a leer desde entonces. Pero antes de escribir estas líneas
me senté a recordarla, y, sólo por eso, el pecho se me va a
reventar.
Son demasiadas emociones las que lo acorralan a uno ante una historia como
esa. “Cien años de soledad” es una de las vainas más
maravillosas que ha compuesto la imaginación del hombre desde la invención de la
escritura, y punto.
Me la regalaron cuando cumplí 15 años porque yo sentía que no podía seguir
viviendo sin tenerla. La leí dos veces seguidas. Luego otra. Como a los 17 la
retomé. A los 19 ya podía decir las cinco primeras páginas de memoria. Sí, me
obsesioné.
Creo que sané leyendo otras historias, mejores o peores, muchas historias
para confundir, olvidar y perder a las de esta novela en la maraña de árboles de
una selva de ficciones. Pero siempre me topaba con el camino de los gitanos y
llegaba a Macondo para conocer el hielo y volver a comenzar.
“Cien años de soledad” es una novela que uno vive mientras la lee, porque
el lector también tiene una casita de barro y cañabrava a orillas de un
río de aguas diáfanas, o sea que quien lee también puede formar parte
de la trama con algo de magia.
Esa gente, desde Úrsula hasta el último de la estirpe, se vuelve familia de
uno. Si usted ya leyó “Cien años de soledad” sabe perfectamente a qué me
refiero, si todavía no lo ha hecho imagine que pertenece a una familia enorme en
la que todos son genios o locos.
José Arcadio Buendía es un hacendoso padre de familia que
descubre el conocimiento y enloquece hasta llegar a pensar que la tierra es
redonda como una naranja.
Su esposa, Úrsula Iguarán, es la que debe llevar las riendas
del hogar y está condenada a vivir cien años viendo cómo se destruyen
generaciones de hijos, nietos y biznietos.
El hijo mayor de los Buendía embaraza a una mujer y escapa con el circo. El
otro vástago es un flaquito tímido que engomina su bigote e ignora el destino de
gigante que lo aguarda.
Luego vienen demasiados
personajes. Cada uno con características fenomenales. Como Remedios, la
bella, de quien estoy tan enamorado que cuando la recuerdo siento que la
gente sí puede morirse de amor.
Eso es lo que buscaba García Márquez: una novela que tratara
de todas las cosas. Lo consiguió, porque el libro resume al ser humano, a los
pueblos de “Nuestramérica”, al imperialismo, a la idiotez, a la genialidad, al
amor, a la muerte.
“Apártense vacas, que la vida es corta”, gritó Aureliano Segundo más allá de
la mitad del libro, y es esa la frase que quiero destacar para que usted se
apure y lea “Cien años de soledad” antes de morir, porque este libro es emblema
de nuestra lengua y de nuestro continente.
NOTICIAS 24
Néstor Luis González