La barbarie tiene desde ayer un nuevo santuario en México. Una fosa clandestina situada en las afueras de Iguala, en el corazón del estado de Guerrero. Allí fueron asesinados al menos 17 de los 43 estudiantes de magisterio desaparecidos la noche del viernes 26 de septiembretras su detención por la policía municipal. La matanza corrió a cargo de dos sicarios a quienes los agentes locales entregaron los estudiantes. La confesión de ambos asesinos, hecha pública anoche por la procuraduría, ha sacudido como un relámpago el país y sacado a la luz una verdad tenebrosa: el poder casi ilimitado y maligno que en algunas zonas ejerce el crimen organizado.
El propio presidente de México, Enrique Peña Nieto, ante la magnitud que ha adquirido el problema, envió un mensaje de tranquilidad a la nación y anunció que su Gobierno no permitirá “el más mínimo resquicio a la impunidad”. El mandatario lamentó la violencia contra los “jóvenes estudiantes” y calificó los crímenes de “indignantes, dolorosos e inaceptables”. En una clara demostración fuerza, prometió que el poder federal participará en el esclarecimiento de los hechos. Acto seguido se supo que la Gendarmería, la nueva fuerza de choque contra el narco, se dirigía hacia Iguala para tomar el control. El mismo camino tomó el director de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, el hombre que capturó a El Chapo Guzmán, con la orden de aclarar cuanto antes lo ocurrido. “No vamos a dejar que ningún grupo de delincuencia se imponga”, declaró el procurador general, Jesús Murillo Karam, sobre cuyas espaldas recae desde ahora el grueso de la investigación.
Los compañeros de las víctimas, los llamados normalistas, se han movilizado ante la matanza y han anunciado que emprenderán “acciones radicales”. La posibilidad de una escalada de violencia ante la aparición de más cadáveres cobra fuerza a medida que pasan las horas. Las autoridades saben que, de momento, solo ha emergido una pieza del puzle, pero que el horror no se ha completado: el relato de los detenidos ni aclara el paradero del resto de estudiantes ni explica por qué en el lugar de las ejecuciones yacían 28 cadáveres calcinados y no 17.
La reconstrucción ofrecida por los investigadores, aunque aún muy fragmentaria, muestra la connivencia del cartel de los Guerreros Unidos con la autoridad local. Los estudiantes, desde su entrada en Iguala, fueron seguidos en camionetas por los sicarios, que dieron su apoyo armado a los agentes cuando, tras un enfrentamiento durante un acto de la esposa del alcalde y la posterior toma de tres autobuses, empezaron los tiroteos indiscriminados contra los jóvenes. Una vez detenidos por la Policía Municipal, los normalistas fueron trasladados al patio de la comandancia y de ahí entregados al crimen organizado. Su delito: haber desafiado con su rebeldía el poder del narco. Uno a uno cayeron en la deshabitada partida de Pueblo Viejo. Tenían entre 18 y 23 años. Los cuerpos fueron apiñados en una pira. Los sicarios prendieron el fuego bárbaro con ramas, troncos y gasóleo. Algunas víctimas posiblemente fueron mutiladas antes.
La orden de raptar a los normalistas partió del jefe de la policía, Francisco Salgado Valladares, y la de matarlos de un cabecilla mafioso apodado El Chuky. Dos caras de una misma moneda. La confesión de los sicarios tumba la hipótesis de que los estudiantes podían haberse ocultado en la montaña para evitar su captura y represión. Ahora emerge en toda su crudeza un escenario de matanza a sangre fría, un aguafuerte propio del narcotráfico mexicano. En este caso, del cartel de los Guerreros Unidos, un enloquecido clan surgido de los escombros del imperio de Arturo Beltrán Leyva, el llamado Jefe de Jefes, muerto a tiros el 16 de diciembre de 2009.
Conocidos por su rabiosa violencia, en pocos años y bajo el liderazgo del ya detenido Mario Casarrubias Salgado, alias Sapo Guapo, este cartel ha alcanzado una penetración extrema en los estados de México y Guerrero, hasta el punto de tener bajo su bota ciudades enteras como Iguala. En este municipio de 130.000 habitantes, la organización, como ha reconocido la procuraduría, tiene copada a la Policía Municipal. Al menos 30 de los agentes, según los testimonios de los sicarios detenidos, pertenecían a los Guerreros Unidos.
La confesión de los sicarios conduce a la investigación a un nuevo punto: la detención de los responsables intelectuales de la matanza. Los dos principales sospechosos, el alcalde Iguala, José Luis Abarca, y su jefe de seguridad, se han dado a la fuga con pasmosa facilidad. Al regidor, cuyo cinismo le llevó a decir al día siguiente de la sangría que él “no había oído nada”, se le vincula no sólo con el narcotráfico sino con la eliminación física de adversarios políticos, en concreto, de tres líderes de un partido opositor secuestrados y ultimados a balazos en mayo de 2013.
Todos los fallecidos pertenecían a la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzipan, un municipio situado a 123 kilómetros de Iguala. Estos estudiantes de magisterio, llamados normalistas, forman desde hace décadas un colectivo muy ideologizado, con una vida casi autónoma. El viernes 25 de septiembre habían acudido a Iguala a recaudar fondos para sus actividades. Al anochecer se dirigieron a la central de autobuses y se apoderaron de tres vehículos. Una práctica habitual y consentida por las empresas de transporte parte evitar males mayores. A la salida de la estación, en sucesivos encontronazos, fueron atacados a balazos por la policía municipal y grupos de sicarios. Los estudiantes iban desarmados. Sobre el asfalto quedaron seis muertos y 17 heridos.
Este salvaje estallido de violencia, una letal advertencia del narco ante un movimiento autónomo y rebelde como el de los normalistas, espantó a México. La impunidad con la que actuaron los agentes, ametrallando sin contemplaciones autobuses cargados de alumnos, y la enloquecida crueldad con que se desolló y vació los ojos a una de las víctimas, destaparon el infierno que se vive en algunos estados como Guerrero, donde la autoridad presidencial es lejana y gran parte de los centros de poder locales están sometidos a los dictados de organizaciones criminales, como los Rojos o Guerreros Unidos, cuya actividad, más allá de la droga, se ha extendido a casi toda la esfera económica gracias a la extorsión y el secuestro.
Los estudiantes anuncian “acciones radicales” en venganza
El hallazgo de los cadáveres de Iguala ha puesto en pie de guerra a los compañeros de los estudiantes. Los normalistas forman una estructura muy organizada, de carácter asambleario e ideología socialista radical. Las escuelas, nutridas en su mayoría por jóvenes de extracción campesina, han sido durante décadas un semillero de jefes guerrilleros como Lucio Cabañas (1938-1978) o Genaro Vázquez Rojas (1931- 1972). Con nueve centros en Guerrero, cuentan en sus filas con miles de jóvenes. En días pasados, en señal de protesta, han tomado el control de carreteras federales y puestos de peaje. También han atacado con cócteles molotov la Casa del Gobernador en Chilpancingo. La confesión de los sicarios puede actuar como detonante de acciones mayores. Ante esta posibilidad, el mismo día del hallazgo de las fosas, cuando aún no se había atribuido oficialmente los cadáveres a los estudiantes, el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, se apresuró a pedir calma: “Hago un llamado mantener la concordia y evitar por todos los cauces la violencia, hoy como nunca se requiere de la unidad de todos, sería lamentable que alguien sacara provecho político”.
Difícilmente en este torbellino de sangre y dolor van a ser atendidas las palabras del gobernador. “Vamos a tomar acciones radicales, asaltaremos si hace falta el Palacio del Gobernador. Y actuaremos junto a los padres”, afirmó anoche a este periódico un compañero de las víctimas y dirigentes de la Escuela Normal de Ayotzinapa.EL PAIS