“Asombran los kilómetros que los mosquitos vuelan”
“Cuando hace poco hablaba con mi mujer y mis hijas sobre cuál era el lugar en el que habíamos sido más felices, estuvimos de acuerdo en que fue Uganda. En lo alto de un árbol había una plataforma a la que se podía subir y, desde arriba, se veían las nieves del Ruwenzori asomando en las alturas. Casi siempre hay allí bruma, así que cuando despeja el paisaje es impresionante”. Julián de Zulueta conoce, y a fondo, buena parte del mundo. Como médico de la Organización Mundial de la Salud le ha tocado combatir la malaria en los sitios más remotos: Malasia, Líbano, Siria, Irak, Irán o Afganistán, entre otros. “La alegría más grande”, observa, “es saber que has sido útil. Eso es impagable”.
“Yo estudié de niño en uno de estos edificios”, cuenta refiriéndose al Instituto Escuela, y explica a cuál de ellos acudía para recibir en aquella España que todavía no había padecido “la catástrofe de la Guerra Civil” una sofisticada enseñanza. Ahora, en la Residencia de Estudiantes, bromea con la carta: “¿Qué es eso de rúcula, a qué se refieren con cachelos?”.
Hace un par de años apareció el libro de conversaciones con María García Alonso en el que Julián de Zulueta cuenta su vida. Se titula Tuan Nyamok, el nombre que le dieron los dayak de Borneo: Señor de los Mosquitos. Hijo de un ministro de Estado con Azaña y sobrino de Julián Besteiro, con 14 años vivió la barbarie nazi de la noche de los cuchillos largos; su familia se instaló en Bogotá tras el golpe de Franco; estudió allí medicina; su primera misión como experto de la OMS fue en Malasia.
A sus 93 años, Julián de Zulueta sigue lleno de “cosas”, y explica un reciente trámite relacionado con la conservación de los llamados Molinos del Tajo de Ronda. Conoció esa ciudad en 1974, compró allí una casa, fue su alcalde entre 1983 y 1987. “Tuve algunos concejales díscolos, pero nada que no tuviera arreglo”.
No es de mucho comer por una disentería amebiana que contrajo en uno de sus viajes, pero se acuerda de uno de sus manjares predilectos: el pan árabe. “El secreto para que supiera tan bien en Jordania era que mezclaban tres tipos de trigo”. Habla de la vez que salió corriendo para no ser arrollado por los elefantes y de su relación con un heredero de la familia real de Irán. En Beirut le robaron el Land Rover que tenía acondicionado para viajar por el desierto (“me lo habían quitado los fedayines palestinos para utilizarlo como ambulancia”) y en el desierto jordano evitó un ataque de los helicópteros israelíes que buscaban a un comando que había atacado un autobús escolar (“no nos atacaron porque tuvimos la sangre fría para no salir huyendo”).
No hay muchos mosquitos en el desierto, ¿no? “Pero sí en los oasis”, contesta Julián de Zulueta. “Asombra la cantidad de kilómetros que pueden recorrer. Salen de un sitio con agua y no paran hasta que encuentran otro, y llevan consigo la enfermedad”.
La vida de este hombre que conserva intacta su pasión por la aventura y el conocimiento es inagotable. “No le he hablado de la batalla de Trafalgar”, comenta, “soy especialista”. Y empieza a contar el episodio en el que se hundió Nuestra Señora de las Mercedes, unos años antes. Pero este asunto queda aplazado para la próxima.
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