Durante los últimos años, algunos economistas y tecnólogos nos han estado avisando de que la tecnología se encuentra cerca de un punto de inflexión. Al examinar con detalle los datos del mercado de trabajo ven señales inquietantes, momentáneamente escondidas bajo la recuperación económica cíclica. Y cuando apartan la vista de sus hojas de cálculo, lo que ven es automatización por todas partes:
Robots en los quirófanos y tras los mostradores, coches sin conductor circulando por las calles, aviones no tripulados surcando los cielos… artilugios que inevitablemente desplazarán a millones de chóferes, reponedores de almacén y vendedores. Observan que la capacidad de las máquinas sigue ampliándose de forma exponencial, mientras que nosotros continuamos siendo los mismos de siempre. Y se preguntan: ¿de verdad hay algún empleo que no vaya a perderse?
La pregunta adquiere tintes alarmantes cuando se plantea porque la grandeza y hasta la santidad del trabajo están en el corazón de la política, la economía y las interacciones sociales de medio mundo. ¿Qué pasará si el trabajo desaparece de nuestras vidas?
El final del trabajo es un concepto futurista para la mayoría, pero para los habitantes de Youngstown, Ohio, es un momento que pueden fechar con absoluta precisión: el 19 de septiembre de 1977. Durante gran parte del siglo XX, las acerías de Youngstown generaban tanta prosperidad que la ciudad era un modelo del sueño americano. Pero a medida que la fabricación fue trasladándose a otros países después de la Segunda Guerra Mundial, la demanda del acero de Youngstown fue reduciéndose, y una tarde gris de septiembre de 1977 la compañía Youngstown Sheet and Tube anunció el cierre de su planta. Durante los cinco años siguientes, la ciudad perdió 50.000 puestos de trabajo y 1,3 billones de dólares en salarios. El efecto fue devastador.
Youngstown se vio transformada por el desplome económico, pero también por un hundimiento psicológico y cultural. La depresión, la violencia de género y los suicidios se dispararon. En la ciudad construyeron cuatro prisiones a mediados de los años noventa; la industria carcelaria fue una de las poquísimas que prosperaron por aquellos días. Uno de los escasos proyectos de construcción emprendidos fue un museo dedicado a la difunta industria del acero. Youngstown se ha convertido en una metáfora del fin del empleo, un lugar donde la clase media del siglo XX se ha convertido en una pieza de museo.
Fuente: msn.es