Las elecciones parciales de este martes en EE UU, particularmente las celebradas en los estados de Virginia y Nueva Jersey, muestran el estado de fuerzas dentro del Partido Republicano y marcan el futuro inmediato de la política norteamericana. Con Barack Obama más dedicado ya a encontrar su sitio en la historia y Hillary Clinton en la antesala de su candidatura presidencial, estas elecciones ayudarán a conocer las posibilidades reales de un relevo del partido que ocupa la Casa Blanca.
Aunque faltan aún tres años para la elección de un nuevo presidente, varias circunstancias han precipitado el interés por ese momento: el bloqueo político provocado por el obstruccionismo de la oposición, la debilidad del presidente para imponer su programa de cambios y el deseo de la población de encontrar un revulsivo que saque al país de esta sensación de eterna crisis en la que está sumido.
Una encuesta reciente mostraba que más de un 60% de los norteamericanos desea un cambio de los representantes en Washington, incluidos los que ellos mismos eligieron. El Congreso no llega al 10% de aprobación. Ninguno de los dos grandes partidos alcanza el 50% de valoración general. Obama apenas sobrepasa el 45%. Cualquier oportunidad, como estas elecciones parciales, se contempla, por tanto, como una posibilidad de enviar un mensaje sobre la necesidad de un cambio.
Virginia es el lugar idóneo para medir el rumbo de ese cambio. Un Estado del sur que, en los últimos años, ha sufrido un cambio demográfico provocado por el desarrollo de la industria de alta tecnología y la llegada de inmigrantes de origen latino, Virginia ha pasado de ser sólidamente conservador a políticamente impredecible. Obama ganó allí en sus dos competencias presidenciales, pero los demócratas perdieron en las elecciones para gobernador en 2010, en lo que fue la primera llamada de atención al entonces nuevo presidente. En cierta medida, Virginia se ha convertido en el nuevo Ohio, el estado que refleja toda la complejidad electoral del país y en el que es preciso ganar para llegar a la Casa Blanca.
Nueva Jersey, por otra parte, es un estado tradicionalmente demócrata, con muchos votantes de clase trabajadora y, por su vecindad con Nueva York, receptivo a propuestas progresistas, como la reciente legalización del matrimonio homosexual. Para que Chris Christie, el republicano que opta a la reelección, haya podido ser gobernador allí durante cuatro años con buenos índices de popularidad, ha sido preciso que desarrollara una política centrista y conciliadora capaz de atraer apoyos de electores de ambos partidos.
En Virginia se medían este martes Terry McAuliffe, un demócrata crecido en el seno del clan de los Clinton, y Ken Cuccinelli, puro producto del Tea Party que defendió el reciente cierre de la administración y se ha ganado el rechazo de muchas mujeres por su oposición a los contraceptivos y el aborto.
La combinación de una victoria de Christie en Nueva Jersey y de una derrota de Cuccinelli en Virgina debe despejar todas las dudas entre los republicanos sobre cuál es el camino hacia la victoria y convertir a Christie en el más probable candidato presidencial de los conservadores en 2016. Al mismo tiempo, el éxito de McAuliffe puede ser la ratificación de que el apellido Clinton sigue vigente y con energías para dominar el futuro del Partido Demócrata.
Todo eso, por supuesto, está sujeto a los múltiples imprevistos que tiene la política y que sin duda surgirán en los próximos meses. Por un lado, es difícil que el Tea Party tire la toalla tras su derrota en Virginia. De hecho, ya está reuniendo fuerzas y dinero para exhibir su influencia en las elecciones legislativas del año próximo. Por el otro, nada garantiza que el centrismo pragmático de Christie cuente como una virtud en unas futuras primarias republicanas, normalmente controladas por las bases más radicalizadas.
En el campo demócrata, McAuliffe puede ser la demostración del poder de los Clinton, pero también la prueba de que la exsecretaria de Estado es un producto típico de esa vieja casta política que los votantes dicen aborrecer. Además, nadie ha dicho aún que Hillary Clinton no encuentre algunos obstáculos en su propio partido, empezando por el vicepresidente, Joe Biden, que no disimula su intención de suceder a Obama.
En todo caso, el anticipo del debate sobre esa sucesión es un mal síntoma para el propio Obama. Los segundo mandatos de los presidentes norteamericanos suelen ser difíciles. Richard Nixon se hundió en el Watergate; Ronald Reagan, a punto estuvo también de enterrar su obra en el Irán-contra; Bill Clinton tuvo que afrontar un proceso de impeachment por el asunto Lewinsky; y George W. Bush, laminó su prestigio en Irak y el Katrina. Obama no se ha visto aún ante ningún escándalo de esa magnitud, pero sigue batallando por sacar adelante lo que pretende ser el mayor triunfo de su presidencia, la reforma sanitaria.
Con su política exterior en punto muerto y la economía sin alcanzar el ritmo necesario, Obama corre el riesgo de convertirse en un pato cojo (lame duck) antes de tiempo, y la jornada electoral de este martes es el recordatorio de hasta qué punto ese peligro es real.
El triunfo de Christie, como mínimo, lo convierte en la figura del momento, en el objeto predilecto de las portadas, ese espacio que durante tanto tiempo estuvo reservado para Obama. Y el ascenso de Christie obligará a un movimiento de fichas en el Partido Demócrata, empujará a Clinton hacia mayor visibilidad y mayores desafíos.EL PAIS