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viernes, 30 de diciembre de 2011

El libro del viernes: “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley”


Cuando el hombre apareció sobre la faz de la tierra debió aprender todo lo necesario para sobrevivir: cazar, construir una vivienda, pelear, esconderse.

Los milenos agruparon luego la totalidad los conocimientos bajo la palabra filosofí­a, y más tarde el enciclopedismo impulsó a la gente a conocer su entorno por completo: desde el nombre de las aves hasta el contenido de los libros.

Pero la Revolución Industrial nos fue convirtiendo poco a poco en seres súper especialistas. Por eso hoy en dí­a un abogado no sabe nada de matemáticas, ni un ingeniero de poesí­a, ni un odontólogo de agricultura. Se acabó la era del hombre total


Ahora hay movedores de palancas o apretadores de botones, pero muy pocos hacen ambas cosas. Cada vez hay profesiones más especí­ficas: expertos en esto, especialistas en aquello.

En todo caso, aparte de una ignorancia espléndida y de la imposibilidad de participar honorablemente en «Quién quiere ser millonario», podrí­a decirse que los tiempos cambiaron y que ahora las cosas son así­ y punto, «porque si cada quien se ocupa de sus propios problemas se soluciona el problema de todos». Sin embargo…

Ese legado de la Revolución Industrial convierte al hombre en el segmento de un engranaje para la producción, en una tuerca, llave inglesa, alicate, tornillo o destornillador. Entonces el ser humano pierde su esencia: se vuelve parte de una cosa que llaman sistema y se olvida de su propia identidad, de su individualidad indestructible, de su personalidad.


Tal vez Aldous Huxley pensó en algo parecido cuando escribió «Un mundo feliz», el libro maravilloso que quiero recomendar.

La idea ya se le habí­a ocurrido a Miguel de Unamuno y hasta Henry Ford hizo una autocrí­tica del tema en sus memorias. Pero a diferencia de ellos, y de muchos otros, Huxley imaginó que un mundo súper industrializado podrí­a proporcionar felicidad a todos sus habitantes a cambio de sus identidades.

En 1932 Aldous Huxley publicó «Un mundo Feliz»: novela en la que describió una supuesta sociedad futurista donde todo funciona absolutamente bien. No hay guerras. Nadie se queja. Todos son felices. El gobierno mundial tiene como meta garantizar la felicidad a cada persona.

El detalle es que tal vez las personas de ese supuesto futuro no sean tan personas. La familia, la diversidad cultural, el arte, la ciencia, la literatura, la religión y la filosofí­a tuvieron que ser eliminadas para que ese gobierno perfecto pudiera existir.

En el libro de Huxley, los niños son fecundados artificialmente: enormes laboratorios de diseño genético elaboran embriones de futuros ingenieros, bomberos, policí­as, y los clasifican según la función que cumplirán en esa sociedad perfecta, dándoles las caracterí­sticas fí­sicas e intelectuales especí­ficas que necesitarán para su profesión: no más, ni menos.


En «Un mundo feliz», nadie tiene mamá. En realidad, la palabra es tomada como una groserí­a atroz.
En «Un mundo feliz», nadie se pone viejo. Todos los hombres son esbeltos y todas las mujeres están buení­simas hasta los 60 años, edad en la que debes morirte para dar paso al futuro, pero no te preocupes: después de muerto podrás seguir ayudando al progreso con el combustible que sacarán de tu cadáver.

En «Un mundo feliz», todos están felices todo el tiempo. Es que les dan una droga maravillosa llamada Soma, una pastilla de la felicidad, algo así­ como el Ritalí­n o el Prozac que tanto consumen los habitantes del primer mundo en la vida real.

En «Un mundo feliz», las pelí­culas no tienen una trama profunda. La gente va al cine y se sienta a sentir -con sensores especiales adaptados a las butacas- cómo los protagonistas se besan o tienen sexo.

El sexo, ah, el sexo. En «Un mundo feliz», los niños tienen sexo desde chiquitos para que se vayan adaptando al placer que los acompañará toda su vida. Porque los senos ya no son glándulas mamarias ni las mujeres paren: en «Un mundo Feliz» las cosas se parecen bastante a los realities de la TV.

Nadie se queja porque todos son felices. El gobierno funciona. Todos están drogados de alegrí­a y energí­a para trabajar.

El problema surge cuando aparece cierto personaje que por azares del destino, leyó a Shakespeare.
Néstor Luis González