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martes, 18 de junio de 2013

ENTRETENIMIENTO

Rayuela cumple 50 años "como si acabara de salir por primera vez"

La rayuela aún se juega a la hora del recreo en la escuela o en la calle. Basta tener una tiza, un poco de puntería y equilibrio. Pasa el tiempo y el juego aún se juega, así como Rayuela, de Julio Cortázar, a los 50 años de haber aparecido en los anaqueles de las librerías de Buenos Aires, sigue siendo leída por los jóvenes de cualquier parte del mundo. “Es como si el libro acabara de salir por primera vez”, respondió el Cronopio Mayor, un año antes de su muerte, en una entrevista que le hicieran en la librería El Juglar, en México, 1983. 

Rayuela cumple 50 años Cuando escribió la novela, Cortázar pensó que lo hacía para su generación, pero ésta no comprendió la esencia lúdica del libro. Sus historias y disgregaciones filosóficas estaban destinadas a generaciones posteriores. 

“Las primeras críticas, que naturalmente estaban a cargo de ellos, que eran los que firmaban en los periódicos, fueron muy negativas. Atacaban duramente al libro. Y en ese momento fue leído por los jóvenes y ahí encontró, quizá, su destino último, que se mantiene así a lo largo de dos décadas. De modo que para mí es una admirable recompensa”. 

La escritora Cristina Peri Rossi, cuando habla sobre Cortázar, siempre lo hace en presente y sostiene que de los escritores del llamado boom latinoamericano, él fue “el más querido por los lectores” y aquel con el que se identificaron con mayor facilidad “los escritores de la siguiente generación”. 

Cualquiera de los grandes escritores de ese entonces podía convertirse en clásico: Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, según Peri Rossi; “en cambio Julio Cortázar nunca dejaría de ser joven, antiburgués, francotirador, cómplice del lector, un jugador, sin dejar de ser, al mismo tiempo, un gran lector, un escritor culto, un amante de la pintura, de la música y de la literatura llamada ‘menor”. 

“Me gustan más los escritores llamados menores que los mayores, Cristina. Porque un gran escritor, un Shakespeare, un Cervantes, no inspiran: están ahí, perfectos, sólo se les puede admirar. En cambio, cuántas buenas ideas hay en los escritores menores, cuántos fracasos aprovechables; a un escritor menor siempre se le puede corregir, a uno mayor, no”, le escribió Cortázar. 

El juego como invitación a la lectura es parte fundamental en su literatura: por ese juego es querido, recuerda Peri Rossi, pero también “por su falta de solemnidad, su actitud irreverente frente a las normas lingüísticas de la Academia, por su rebeldía, su espíritu renovador e iconoclasta”. 

Monumento narrativo 

Mario Goloboff sostiene, en Julio Cortázar, la biografía, que “Rayuela es algo más que una novela reciente y cercana, un texto que estaba ahí, junto a su autor y junto a nosotros, apelándonos desde su originalidad y su modernidad, puede ser considerada, sin exageración, como uno de los monumentos narrativos del siglo (XX) en América Latina”. 

“Contemporáneamente, se tu­vo la impresión de que algo sucedía con el nuevo lenguaje narrivo de Rayuela y de que un cierto deslizamiento de la épica lírica, y del campo de la oralidad al de la escritura, se estaba produciendo ahora también en la novela o, mejor dicho, Rayuela estaba ayudando a producir”. 

La modestia, la humildad, acompañaron a Cortázar, como también la perpiscacia de ver el otro lado de las cosas y de los hechos, colocarlos en otra perspectiva sin pretenciones intelectuales, sino por el simple placer de detenerse en el pensamiento, en la pintura o en la música y buscar los hilos invisibles que atajan cada obra observada dentro de su novela cincuenteañera. 

La advertencia inicial que de manera lúdica plantea el autor –Rayuela “es muchos libros, pero sobre todo es dos libros”–, es en parte un replanteamiento de la literatura, un intento explícito de generar la complicidad del lector, para que éste deje de ser pasivo. El juego es total, para que la literatura, a través de sí misma, remueva sus cimientos. 

Llevaba un año escribiendo la novela, y en carta fechada en París, 27 de junio de 1959, le explica a Jean Barnabé –traductor de sus cuentos al francés– que cada vez le “gustan menos las novelas, el arte novelesco tal como se practica en estos tiempos”. 

“Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género. Yo creo que la novela ‘psicológica’ ha llegado a su término, y que si hemos de seguir escribiendo cosas que valgan la pena, hay que arrancar en otra dirección”. 

Con el tiempo, Cortázar cambiaría de opinión en referencia a llamar “antinovela” a Rayuela, y antes de la promoción de la obra manifiesta que no le “gustaría que le pusieran el acento en el lado ‘novela’ de este libro”, escribe en carta del 5 de enero de 1963 a Francisco Porrúa, editor de Sudamericana. “Sería un poco estafar al lector. Ya sé que también es una novela y que en el fondo, quizá lo que vale de él es su lado de novela. Pero yo la he escrito a contranovela”. 

Del lado de allá 

Cuatro años fue el tiempo que pasó Cortázar escribiendo Rayuela, entre 1958 y 1962. En ese lapso aparecieron en América Latina las obras Guerra del tiempo (1958) y El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier; La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz y Aura (1962), de Carlos Fuentes; Montevideanos (1959) y La tregua (1960), de Mario Benedetti; Los pequeños seres (1959) y Los habitantes (1961), de Salvador Garmendia; El hacedor (1960), de Jorge Luis Borges; Hijo del hombre (1960), de Augusto Roa Bastos; El coronel no tiene quien le escriba (1961), Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora (1962), de Gabriel García Márquez; El astillero (1961), de Juan Carlos Onetti; Oficina No. 1 (1961), de Miguel Otero Silva, y Bomarzo (1962), de Manuel Mujica Láinez. 

Cortázar tenía un año trabajando en Rayuela cuando es­cribió a Barnabé: “Si hoy siguiera escribiendo cuentos fantásticos me sentiría un perfecto estafador; modestia aparte, ya me resulta demasiado fácil”. Y posteriormente, en cartas, entrevistas o mientras lavaba los platos, confesaba que si no la hubiera escrito se habría lanzado al Sena. Cuando recibió la primera impresión desde Argentina del segundo lector del libro, Paco Porrúa, le dijo a la primera lectora, su esposa Aurora Bernárdez, en París: “Ahora me puedo morir, porque allá hay un hombre que ha sentido lo que yo necesitaba que el lector sintiera”. 

Los reyes es el primer libro publicado con su nombre, en 1949; once años antes apareció uno de poemas, Presencia, bajo el nombre de Julio Denis, que fue escrito con la pretensión de que tan sólo sus amigos lo leyeran. En conversación con Ernesto González Bermejo, dijo que demoró tanto en publicar “por severidad; una autocrítica tremenda.” Le siguieron los libros de cuentos Bestiario, 1951; Final del juego, 1956; y Las armas secretas, 1959. En este último libro aparece “El perseguidor”, considerado por algunos críticos como nouvelle, que sería una especie de ruptura en su estilo, aunque nunca abandonaría el género fantástico. El mismo Cortázar consideraba este cuento como una especie de “Rayuelita” y confesó en Salvo el crepúsculo (1984) que algún amigo aconsejó destruirlo. 

“En ‘El perseguidor’ quise renunciar a toda intervención y ponerme dentro de mi propio terreno personal, es decir, mirarme un poco a mí mismo. Y mirarme a mí mismo era mirar al hombre, mirar también al prójimo. Yo había mirado muy poco al género humano hasta que escribí ‘El perseguidor’”. 

Antes pecar de vanidad que de facilidad 

En 1960 publica su primera novela, Los premios, aunque ya había quemado una de aproximadamente seiscientas páginas. “Era una novela muy sentimental, pero en la que había situaciones muy dramáticas y extremas, largas discusiones, que hoy quisiera saber cómo había solucionado. No me queda sino una idea general”, reveló a González Bermejo. También quedaron en el olvido “dos novelas cortas, algunos ensayos, un montón de textos –y muchísimos poemas, pero eso es otro capítulo”. 

“Que un muchacho joven, en las condiciones de los argentinos de esa época, que se apresuraban demasiado a publicar, se niegue a hacerlo, es prueba o bien de una gran vanidad o de un gran vigor. Verdaderamente prefiero haber pecado de vanidad que de facilidad”. 

Mientras armaba las historias de Horacio Olivera y La Maga, aparecían sus libros en otras latitudes distantes a Argentina. Sus cuentos eran traducidos y publicados en revistas y antologías, en las que tenía que mantener una posición firme para que los editores no mutilaran sus textos. 

“Sé muy bien que mi cuento [‘Casa tomada’] es demasiado largo para la revista”, escribió a la editora de Américas, Kathleen Walker. “Pero cuando el sastre me prueba un traje que no cae bien, no se le ocurre pedirme que me corte las piernas o reduzca a cinco el número total de costillas. Del mismo modo, un vendedor de marcos no pretenderá que el pintor suprima varios centímetros de su tela para que encaje exactamente en el modelo disponible. En este caso, el marco es Américas, y si mi cuento es realmente tan digno de ser publicado como lo señala en la última frase de su carta, el marco debe servir a la tela, y no viceversa. Lo contrario será, quizá, excelente periodismo; pero ya se sabe que del buen periodismo sale la mala literatura”. 

En ese mismo tenor tuvo discrepancias con Roger Callois, que había seleccionado “La noche boca arriba” para una antología que publicaría Gallimard. “El peligro de su cuento”, cuenta Cortázar que le dijo el escritor y crítico literario francófono, “está en que el lector francés pueda pensar que se trata simplemente de una alucinación del hombre que fue operado… ¿No le parece que convendría agregar una frase final, por ejemplo que a la mañana siguiente los enfermeros encontraron muerto al enfermo, y al mirarlo con atención se dieron cuenta de que tenía una herida en el pecho y que le faltaba el corazón?”. 

Las grandes interrogantes 

Paco Porrúa, a mediados de 1962, recibió el manuscrito de Rayuela. Por su parte, a Cortázar le llegaban ejemplares de la primera edición de Historias de cronopios y de famas. Siempre con dudas sobre lo que estaba escribiendo, porque todo empezó juntando papelitos, pedazos de novela, sin que Cortázar mismo se percatara de que estaba escribiendo una novela. 

“Los capítulos se fueron acumulando. Cuando volví hacia atrás y comencé a escribir la parte de París, hice un primer capítulo narrativo, después algunos capitulitos sueltos –donde se habla incidentalmente de La Maga y los primeros encuentros más o menos mágicos– y luego un capítulo muy, muy largo donde los personajes se van definiendo”. 

Tampoco pensaba enviar el manuscrito a Sudamericana, porque no imaginaba a la editorial “publicando eso. Se van a decepcionar horriblemente, este Cortázar que-iba-tan-bien…”, le escribió a Porrúa, en carta de 14 de agosto de 1961. 

Apenas el editor leyó el manuscrito de 600 páginas, le escribió: “Mi primera reacción es tirarte el libro por la cabeza”, y Cortázar le contestó: “Eso es lo que estoy esperando”. En ese momento, Porrúa, con quien entabló una íntima amistad, reconoció que Rayuela “era una novela a contrapelo de todas las convenciones y tradiciones, no sólo por su estructura sino también por la soltura del lenguaje”. 

El biógrafo y escritor Mario Goloboff sostiene que “una síntesis del argumento podría comenzar por señalar que es la historia de un exiliado argentino en París, Horacio Oliveira, de sus nostalgias, dificultades, sinsabores y experiencias sociales, humanas y eróticas”. Cortázar lo resumiría en un tono personal en entrevista con Margarita García Flores: “Rayuela es un poco una síntesis de mis diez años en París, más los años anteriores. Allí hice la tentativa más a fondo de que era capaz en ese momento para plantearme en términos de novela lo que otros, los filósofos, se plantean en términos metafísicos. Es decir, los grandes interrogantes, las grandes preguntas”. 

Su búsqueda fue la del lector cómplice. En los capítulos sobre el concierto de Berthe Trépat o la muerte de Rocamadour, se “dejaba llevar por la narración que se inflaba hasta alcanzar una dimensión novelesca un poco hipnotizante.” Es por ello que “al terminar esos capítulos, o en medios de esos capítulos, se intercala un aviso, un pequeño comentario teórico que aparentemente no tiene nada que ver, simplemente para lavarle la cara al lector. Esa es la intención. Decirle: ‘no te dejes llevar por tantas emociones”. 

La juventud perenne 

Julio Cortázar se fue de Argentina sin comprender el momento histórico, preocupado más por su condición de burgués, y en París, al escribir Rayuela, se empieza a dar cuenta, pero sin tomar conciencia de que la salida no puede ser individual, como apunta en varios momentos el personaje Oliveira. 

“Sin todo lo que traduce Rayuela yo no habría podido dar ese paso que me llevó brúscamente a descubrir, por el ojo coagulante que fue la Revolución Cubana, una América Latina que, como tal, me había importado un bledo hasta entonces. No me interesaba más que en individuos, en valores que para mí tenían sentido y en un universo estético”. 

Para Cortázar, el lenguaje que cuenta es aquel que “abre ventanas a la realidad; una permanente apertura de huecos en la pared del hombre, que nos separa de nosotros mismos y de los demás”. 

En junio de 1963 aparece Rayuela y a final de ese año viaja a Cuba. Desde ese momento, su nombre estará ligado a la revolución, al socialismo, como también lo está a la estética, a la complicidad de sus libros con los lectores y al juego literario. Las Magas se sienten retratadas y seducidas con su lectura, los cronopios detectan a los famas y se alejan o se burlan de ellos. Por esto y muchas otras cosas más, Cortázar siempre fue joven, nunca dejó de serlo. Rayuela, también.
AVN