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domingo, 27 de abril de 2014

El Papa : “Juan XXIII y Juan Pablo II fueron dos hombres valerosos”












El Papa Francisco definió hoy a Juan XXIII y Juan Pablo II como “dos hombres valerosos” durante la ceremonia de canonización celebrada en la plaza de San Pedro con la presencia de Benedicto XVI. Los dos nuevos santos fueron, según Jorge Mario Bergoglio, “sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte”. Durante su breve homilía, Francisco destacó que “san Juan XXIII” fue “el Papa de la docilidad del Espíritu Santo”, mientras que “san Juan Pablo II fue el Papa de la familia”. Uno y otro, añadió, “restauraron y actualizaron la Iglesia según su fisonomía originaria”. La ceremonia –concelebrada por 150 cardenales y 700 obispos ante la presencia de 24 jefes de Estado— fue seguida en directo por más de 800.000 peregrinos a través de pantallas instaladas en las principales plazas de Roma.
Bergoglio, que en esta ocasión no añadió frases improvisadas a su homilía, trazó un perfil conjunto de los nuevos papas santos: “Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de laparresia [término griego que significa libertad] del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia”.
La proclamación se produjo al inicio de la ceremonia. El cardenal Angelo Amato, prefecto para la Congregación para las Causas de los Santos, presentó ante el papa Francisco las tres peticiones de la doble canonización tal como dicta el ritual: primero con “gran fuerza”, a continuación con “mayor fuerza” y, finalmente, con “grandísima fuerza”. Como respuesta, el Papa pronunció la fórmula: “En honor de la Santísima Trinidad, por la exaltación de la fe católica y el incremento de la vida cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, después de haber reflexionado largamente e invocado la ayuda divina y escuchado el parecer de muchos de nuestros hermanos obispos, declaramos santos a Juan XXIII y a Juan Pablo II”.
Un gran aplauso recorrió la ciudad, porque no solo la plaza de San Pedro y las calles cercanas al Vaticano estaban repletas de turistas, sino también las principales plazas de Roma, donde se habían instalado cámaras de televisión para que los peregrinos –llegados de todas las partes del mundo en un número que las autoridades locales estimaron en más de 800.000 personas— pudiesen seguir la ceremonia.
Después de la proclamación, las reliquias de los nuevos santos fueron colocados junto al altar mayor. La de Juan XXIII –un trozo de piel extraído en 2001 durante la exhumación para su beatificación—fueron llevadas por sus familiares y la de Juan Pablo II –una ampolla de sangre—por Floribeth Mora, la mujer costarricense de 51 años cuya curación de un aneurisma cerebral fue considerado el segundo milagro del papa polaco.
Los reyes de España siguieron la ceremonia en primera fila, a la derecha del altar. La noche anterior, durante una cena en la embajada española ante la Santa Sede, el rey Juan Carlos resaltó la relación de los nuevos santos con España. De Juan XXIII dijo que siempre estuvo “atento a los signos de los tiempos” y que calificó a España como “una sonrisa de Dios”. De Juan Pablo II recordó sus numerosas visitas. También se refirió al papa Francisco, de quien dijo: “Ha dado muestras de sensibilidad social, de cercanía con los más desfavorecidos y de conocimiento de la realidad internacional. Estoy seguro de que su condición iberoamericana ayudará a fortalecer, aún más, el sentido de universalidad que define a todos los obispos de Roma”.

Homilía de Francisco en la ceremonia de canonización

En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5).
Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf.Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47). Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado. Éste fue su gran servicio a la Iglesia; fue el Papa de la docilidad al Espíritu.
En este servicio al Pueblo de Dios, Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.
EL PAIS