Las torres gemelas
Una revista americana de psicología ha publicado La necesidad de drama,estudio sobre el afán de proponer catástrofes y apocalipsis mayores o menores para reclamar auxilio y exhortar a la movilización. Desde el pedigüeño que finge ceguera o cojera a la puerta de una iglesia hasta los que auguran el fin del mundo por el calentamiento global o el holocausto nuclear. Idea divertida y oportuna. A mi juicio, uno de los dramas ya imprescindibles para cierta concepción del mundo con afanes regeneradores es el de la disminución de la libertad en nombre de medidas cada vez más exigentes para preservar la seguridad. Según ese planteamiento alarmista, los Estados democráticos utilizan el miedo colectivo a los atentados terroristas para controlar cada vez más a los ciudadanos, limitar o incluso cercenar sus derechos y vigilarlos de manera minuciosa e ilegal.
La seguridad y la libertad son los dos pilares esenciales de la oferta que debe garantizar el Estado a los ciudadanos: las torres gemelas de nuestras comunidades democráticas, a la vez preocupadas por la complejidad de los conflictos sociales y por la defensa del derecho a decidir de cada persona adulta. La masificación creciente de nuestras sociedades y el empleo de instrumentos técnicos muy útiles pero también potencialmente peligrosos lleva irremediablemente a un aumento de controles para evitar la colisión de intereses: el código de circulación y los semáforos surgieron cuando la creciente circulación de automóviles comenzó a crear conflictos que no se daban cuando solo circulaban peatones y coches de caballos.Lo curioso es que estos temores han cambiado de signo ideológico.Tradicionalmente, la izquierda prefería la seguridad colectiva frente a la sacralización de la libertad individual que reclamaba la derecha liberal, pero hoy es la que más protesta contra la omnipresencia y omnipotencia del Estado en nuestras vidas, un poco en la línea de la tradición anarquista de Proudhon, cuando advertía que ser gobernados significa ser vigilados, espiados, manipulados, extorsionados, etcétera. En cambio, la derecha conservadora pide mayores controles, más presencia policial en calles y lugares neurálgicos, vigilancia de los documentos legales y la llegada de extranjeros, etcétera. Parecen en cierta medida haberse invertido los papeles, porque los avances progresistas de los dos últimos siglos provienen siempre de imposiciones generales que garantizan la enseñanza obligatoria para todos, la sanidad universal (que en EE UU aún es vista como una medida contra la libertad personal), las pensiones contributivas, la no discriminación laboral por género o raza, etcétera. Otras restricciones protegen obligatoriamente la integridad física, como el cinturón de seguridad en los coches, el límite de velocidad en carretera, las pruebas de alcoholemia, la prohibición de fumar o la obligación de vacunarse.
Los dos pilares de las garantías estatales, la libertad y la seguridad, están íntimamente relacionados. Como bien saben por experiencia propia quienes viven en ciertos países, no hay mayor pérdida de libertad que la inseguridad generalizada, que nos impide llevar el tipo de vida que quisiéramos; del mismo modo, donde la libertad personal no está protegida por leyes imparciales y acordadas por todos, la inseguridad de cada uno es máxima, al verse sometido al capricho tiránico de las autoridades. En nuestras privilegiadas democracias europeas, las medidas de vigilancia y los controles que limitan las libertades pueden suscitar protestas, pero solo entre quienes dan la seguridad por suficientemente garantizada sin ellas. Basta que haya una quiebra grave de ésta para que todo el mundo reproche a las autoridades responsables su descuido o su inacción. Los que más protestan contra las cámaras de seguridad en lugares públicos no tardarán en reclamarlas si se sabe que hay un pedófilo de tendencias asesinas rondando por el parque donde juegan sus hijos pequeños. Lo que nos molesta no son las medidas de vigilancia en sí mismas, sino el hecho de que se nos apliquen a nosotros, que evidentemente no tenemos intenciones antisociales. En cambio, nos resulta escandaloso que los verdaderos delincuentes puedan deambular a su gusto y cometer sus fechorías sin que los guardianes tomen las debidas precauciones para impedirlo... Las quejas contra los dispositivos de seguridad son de dos tipos: antes de que ocurra nada malo, se los tacha de exagerados y superfluos; cuando pasa lo terrible, se los llama ineficaces o tardíos.Otras veces las medidas de vigilancia se deben a la aparición de nuevas formas de criminalidad. Soy lo suficientemente viejo para recordar cuando se tomaban aviones con la misma facilidad que hoy nos subimos al autobús y en ellos me fumaba mis habanos sin restricción alguna, hasta que la plaga de los secuestros aéreos y las preocupaciones higiénicas cambiaron las cosas. Es indudable que las medidas de seguridad en los aeropuertos han contribuido notablemente a hacer mas antipáticos los viajes aéreos, pero conozco pocas personas que renunciarían a ellas si a cambio crece la posibilidad de compartir vuelo con un terrorista dispuesto a destruir el aparato.
Muchos expresan su mayor preocupación porque hoy el amplio espacio de Internet cada vez sufra mayor escrutinio por parte de agencias gubernamentales. Hace no mucho un escritor español se mostraba acosado en su intimidad: “¡Seguramente saben hasta cuál es el número de zapatos que calzo!”. Bueno, supongamos que es así: ¿y qué? No creo que ese dato, que por otra parte confío espontáneamente cada vez que voy a la zapatería, me esclavice más que los muchos que se me exigen cotidianamente para llenar formularios, firmar contratos, etcétera. Si tal espionaje logra prevenir atentados y detener a criminales, no me quejaré. Me siento mucho más amenazado por ellos, los incontrolables y agresivos, que por las fuerzas de seguridad oficiales a las que pago con mis impuestos y puedo mejor o peor reglamentar con medidas legales aprobadas por nuestros representantes electos democráticamente.No sé si estoy hecho de una pasta especial, pero a mí los controles en los aeropuertos o los registros a la entrada de ciertos edificios públicos no me parecen “humillantes”, sino solo francamente incómodos. Pero también es incómodo no poder encender luces durante la noche en países amenazados por bombardeos o tener que ir al refugio antiaéreo cuando suena la sirena de alarma. La pregunta pertinente es si esas restricciones son necesarias y sirven para algo o no. Cuando la amenaza es real, no toca protestar porque hemos perdido algunas de las licencias de que gozábamos en épocas más pacíficas.
El terrorismo ha disparado en nuestras sociedades una situación de zozobra y recelo muy parecida a una guerra civil de baja intensidad. No es imposible, todo lo contrario, que este clima favorezca abusos autoritarios; pero la relajación de la seguridad colectiva y su violación cada vez más frecuente pueden acabar dando aliento a fuerzas demagógicas que se aprovechen de la paranoia que el Gobierno no logra contrarrestar. No conviene olvidar que ya una vez los terroristas acabaron con dos célebres torres gemelas y que si se les permite lo harán también con los dos pilares de nuestra democracia, las inseparables libertad y seguridad.
EP