A primera hora de la mañana del martes 22, el cónsul general en Bruselas, de vacaciones en España, llamó a su adjunta: “¿Has visto lo que ha pasado? Ha habido explosiones en el aeropuerto de Zaventem”. Rosario Bernal, sevillana de 47 años con dos décadas de carrera diplomática, leyó las últimas noticias en Internet y tomó el metro para dirigirse de inmediato al consulado de España, en la calle Ducale, en pleno centro de Bruselas.
Las continuas llamadas a su móvil desde la sede central del Ministerio de Exteriores en Madrid la obligaron a bajar del tren en la estación de Schuman para poder atenderlas. Volvió al metro y subió al primer convoy que pasó, el mismo que luego sería atacado por un terrorista suicida.
“Paramos en la estación de Maalbeek y, cuando apenas habíamos avanzado unos metros, oímos una detonación seca. El vagón se zarandeó, yo me golpeé la espalda contra una puerta y el tren se detuvo. Las luces se apagaron, sentimos un fuerte olor a quemado y todo se llenó de humo. Desde el principio comprendí que era un atentado”, afirma Bernal.
La detonación la pudo oír en directo una compañera del consulado con la que Rosario hablaba por el móvil para intentar organizar el apoyo a los españoles afectados por el ataque al aeropuerto.
“Ha sido una bomba”, le comentó. “Recuerdo que le dije que llamara al cónsul general, que informara al ministerio de que había habido un nuevo atentado y de que yo estaba dentro del tren, porque en ese momento, además de temer que hubiera otra explosión, uno se pregunta: ¿podré salir o no? No sabía lo que iba a suceder y quería que, al menos, supieran dónde estaba”.
Rosario estaba en el primer vagón del convoy. A través de una ventana, arrancada por la onda expansiva, pudo saltar al andén. “Hubo gritos al principio, yo creo que también grité del susto, pero la verdad es que la gente mantuvo la calma y empezó a salir disciplinadamente en fila india. Lo que más me impresionó al pisar el andén fue el espeso silencio, roto solo por algún gemido”.
Rosario empieza a subir las escaleras hacia la calle. No conoce el camino. Avanza a oscuras, intentando sortear las trampas de una escalera a la que le faltan peldaños. En la primera planta tropieza con un hombre con la cara ensangrentada. “Me pregunta si está herido. Le contesto que sí. Me pide ayuda... Nos cogemos del brazo y, a tientas, logramos salir”. Ve allí a algunos heridos, pero aún no han llegado policías ni ambulancias.
“Lo primero que uno siente es un poco de culpa: he salido a toda prisa y a lo mejor no he pensado en ayudar a otros que siguen abajo y no pueden salir. Pero enseguida caigo en la cuenta de que no puedo quedarme allí, tengo que incorporarme urgentemente al consulado”, comenta Bernal.
Rosario está bien, aunque cubierta de ceniza de los pies a la cabeza. Se lava la cara y reúne al personal. Alguien le sugiere que tome tranquilizantes, pero ella contesta que no es hora de tranquilizarse, sino de actuar. Se organizan equipos de trabajo, se informa al ministerio de las gestiones en marcha. Otras embajadas en Bruselas ofrecen su apoyo y el personal del consulado se embarca en una actividad frenética. Una empleada, ilesa en el ataque al aeropuerto desde el que iba a volar a España, regresa a la oficina.
Se abren ocho líneas telefónicas para atender las llamadas de familiares y amigos que intentan localizar a sus allegados. Se busca alojamiento y rutas alternativas para quienes han visto interrumpido su viaje por el cierre del aeropuerto. El consulado funciona de continuo hasta las once de la noche, incluido festivos; el número de emergencia, las 24 horas. “Los primeros momentos fueron difíciles: no funcionaban los móviles, cortaron varias carreteras y desplazarse era imposible. Todo el mundo estaba desbordado. Al menos, establecimos canales de comunicación y la colaboración de todos fue muy buena”.
La prioridad es localizar posibles víctimas españolas. El miércoles, el cónsul general, ya de vuelta a Bruselas, visita a los nueve hospitalizados. El sábado solo quedan tres y, felizmente, su vida no corre peligro. Persiste, sin embargo, la preocupación por saber si hay españoles entre los 31 fallecidos. El viernes se confirma lo peor: uno de ellos es Jennifer García Scintu, de 29 años, residente en Düsseldorf (Alemania), con nacionalidad también italiana y germana, que iba a viajar a EE UU con su marido alemán. Él resultó gravemente herido.