La crisis de Ucrania y las tensiones europeas con Rusia han desatado una tormenta de inquietud acerca de la dependencia europea del gas ruso. El mercado energético es extremadamente sensible a los conflictos, como puede demostrarse históricamente en el caso de las guerras del Golfo. Los términos de la zozobra energética se manifiestan en lo que se considera excesiva dependencia de los suministros procedentes de una zona conflictiva y en la enésima revelación (repetida, porque en otras crisis se manifestaron las mismas carencias) de que las conexiones europeas con los puntos de suministro son escasas y las infraestructuras de almacenamiento y regasificación resultan insuficientes.
Las carencias mencionadas son ciertas y conviene corregirlas —sin prisas, pero sin pausas— teniendo en cuenta otras variables estratégicas que, por una vez, favorecen a España. Es un hecho que, salvo por pequeños detalles, las autoridades europeas nunca se han preocupado de articular una política energética común, entendiendo por tal la que garantice que los países socios tienen garantizado el abastecimiento de fuentes de energía en cualquier circunstancia predecible. También es un hecho que existe un obstáculo principal para organizar tal política. Se trata de las llamadas barreras de entrada a la gestión energética de cada país, es decir, las redes de distribución, sean de titularidad pública o privada. Pero esas barreras no impiden acuerdos de distribución y comercialización de fuentes energéticas, que en estos momentos brillan por su ausencia.
Si Bruselas quiere desarrollar una política energética más diversificada para evitar los riesgos de una dependencia excesiva de un país (Rusia) tiene que considerar que España está conectada con el gas de Argelia y Libia, y que dispone de una red de plantas de almacenaje y regasificación —hoy infrautilizadas— que serían muy útiles para garantizar nuevos suministros de gas a Europa a través de Francia (o de cualquier puerto costero de la Península). La condición imprescindible de una política energética coordinada es que aumente el número de conexiones energéticas entre España y Francia. No es aceptable la muy escasa comunicación fronteriza entre ambos países, que convierte a España en un islote energético e impide el desarrollo de intercambios o comercio gasistas y eléctricos.
Dicho lo cual conviene enfocar el conflicto de Ucrania con ecuanimidad. Ni en los peores momentos de los conflictos internos en Argelia estuvo en peligro el suministro de gas a los países con contratos a largo plazo (como España); es poco probable que las tensiones con Rusia generen riesgo de suministro, aunque sí influirán sobre los precios del mercado spot. Moscú conoce bien su dependencia de las exportaciones energéticas. Por tanto, la idea más recomendable es que Europa aborde primero un plan energético que calcule sus necesidades básicas de abastecimiento a medio plazo (muchas de las cuales estarán cubiertas por contratos nacionales) y los costes de una diversificación paulatina. El primer mandamiento de una política energética es garantizar que los ciudadanos dispondrán de la energía que necesitan a un precio razonable; pero el segundo es no caer en una sobreinversión causada por el miedo.
EL PAIIS