(Bangkok/Banda Aceh, 23 de diciembre. DPA) - Tras la catástrofe provocada por el tsunami de hace 10 años, muchas organizaciones humanitarias se enfrentaron a un ambicioso objetivo: construir algo mejor en los lugares que quedaron barridos por el agua. Así, en muchas zonas del océano Índico se construyeron urbanizaciones modélicas, con paredes reforzadas, depuradoras y bonitos senderos.
El tsunami que el 26 de diciembre de 2004 arrasó zonas enteras de Indonesia, Tailandia y Sri Lanka, entre otros, acabó con la vida de 230.000 personas.
Unas 50 casas con su varandilla y sus plantas se alinean junto a la de Idris. Hay bicicletas de niños por todas partes y ropa tendida. La mitad de los vecinos son ex combatientes, la otra mitad habitantes locales a los que esos mismos milicianos solían quemar sus casas. “Pero después del tsunami, todos ayudamos, todavía con las armas en las manos”, recuerda Idris. “Si no se hubiera producido la catástrofe, seguramente el conflicto se habría prolongado”.Antes de la catástrofe, la provincia indonesia de Aceh estaba inmersa en un conflicto de más de una década. Combatientes independentistas del Movimiento Aceh Libre (GAM) luchaban contra el gobierno, mientras la población sufría atrapada entre ambos frentes. “Éramos rebeldes por la justicia”, afirma Idris, ex combatiente del GAM. Hoy planta palmeras y vive en una bonita casa adosada en una población de Blangpidie, construida gracias a la ayuda de una organización de ayuda extranjera.
Desde la organización de derechos humanos Habibie Center, de Yakarta, Achmad Sukarsono le da la razón. “El tsunami aceleró el proceso de paz“, asegura. Hacía tiempo que se estaban llevando a cabo negociaciones, pero el tsunami funcionó como un catalizador. “El tsunami se llevó muchos recursos, como depósitos y munición del Ejército. Y los combatientes del GAM perdieron las plantaciones de marihuana con las que financiaban el conflicto”, explica. Así que la paz se convirtió en una opción para ambas partes.
Samsuardi es otro ex combatiente, pero ahora regenta un pequeño local de comidas. “Ahora trabajamos juntos y nos ayudamos”, explica el hombre de 35 años. En su salón cuelga una foto en la que puede vérsele como combatiente de la guerrilla, pero debajo están también los peluches de su hija.
El el sur de Tailandia se encuentra la escuela Yaowawit, construida gracias a una iniciativa alemana. Este internado con sus casitas rojas aparece como un oasis en medio de la selva. En él estudian unos 100 niños de entre tres y 13 años. “Este es mi hogar”, dice Yu, una tímida niña de 15 años. Ella sobrevivió al tsunami en un pequeño pueblo costero del norte, pero su familia lo perdió todo. Nadie pensaba que pudiese volver a la escuela, pero entonces llegó Yaowawit y le ofreció esa posibilidad.La pequeña de cinco años irá pronto a la escuela del pueblo, un edificio limpio con macetas de flores y campo de baloncesto. “Todo esto era una zona pantanosa, primero tuvimos que drenarlo”, explica el coordinador del proyecto en la zona. También fue muy difícil la integración de muchos niños, cuenta la directora de la escuela, Isa. “Durante el conflicto muchos de ellos se acostumbraron a no ir a la escuela”, afirma. Ahora, además de matemáticas y lengua, también quiere enseñarles a “amar la paz”.
Desde entonces Yu se aplica con sus estudios y quiere convertirse en auxiliar de vuelo. Para ella y el resto de sus compañeros, Yaowawit supone un billete hacia un futuro mejor. “Los niños proceden de los hogares más pobres”, explica la directora de la escuela, Kanyaphak Bunkaeo. El alemán Philipp Graf von Hardenberg estuvo en la región en un viaje privado justo después del tsunami y vio el sufrimiento que se vivía allí. Tras ello, impulsó la creación de una escuela para niños de familias afectadas.
La escuela también tiene una granja biológica y una casa para invitados con restaurante. Voluntarios europeos enseñan inglés, y también se pinta y aprende música. Incluso los más pequeños se atreven a hablar cuando hay visita: “Hello, what is your name?” preguntan en inglés.
“Impulsamos el pensamiento creativo y la confianza en uno mismo”, explica Hardenberg, algo no muy habitual en Tailandia, donde a los niños se les hace aprender las lecciones de memoria. “Al principio los niños quieren sandalias nuevas, después de un tiempo, una computadora”, cuenta. El día empieza y termina con meditación. Cien niños sentados con las piernas cruzadas durante 20 minutos, en silencio y con los ojos cerrados. Y sólo los más pequeños parpadean a veces a hurtadillas.